jueves, 17 de marzo de 2022

Isla-Tortuga


De vez en cuando, todavía hay quien se acerca hasta nosotros para preguntar de dónde sale ese nombre tan chusco que manda sobre la puerta de entrada a nuestra pequeña fábrica y presidió en su día la del restaurante que fue su germen: lo tenéis ahí abajo, sobre el parche del pirata. 

Pues bien, cuando eso sucede, solemos manejarnos con dos explicaciones, una corta y una larga.

La corta en realidad nunca la dimos nosotros. Solían acudir a ella los clientes del antiguo restaurante, particularmente los fines de semana, que era cuando el comedor se ponía a reventar. "Es evidente que el nombre es un aviso, para que no te hagas ilusiones", agonizaban, antes o después, muertos de hambre, obligados a practicar durante horas el deporte que practicaba Sara Montiel mientras fumaba. 

La larga es aún menos complaciente, y la da el fundador de la empresa en sus memorias (sí, habéis leído bien, sus memorias): un tomito muy sincero, y por eso mismo muy puto, titulado "Vida de un don nadie", que se lee como un libro de aventuras, y vive desterrado desde hace demasiado tiempo en la esquina más fría del baúl de los recuerdos.

Traigo aquí el capítulo en cuestión.                 




Entonces yo aún tenía alquilada una parte, la trasera, de la nave donde se encontraba el que había sido mi mesón, por la que pagaba solo quince mil pesetas al mes. La usaba como trastero, para guardar el escombro que iban evacuando las empresas que se me morían. En cuanto me fui del ambigú de la Fasa-Renault, quise sacarle mejor partido, y decidí montar allí un almacén de vinos al por mayor. Puesto a hacerme con alguna representación en ese campo, y antes de que tuviera ninguna, incluso llegué a imprimir unas tarjetas, a modo de propaganda, en las que podía leerse: “Bodegas Galisteo”, y debajo, “le invita a una degustación gratuita de sus vinos y mostos. Servicio a domicilio sin recargo. Abierto domingos y festivos”.

Futbolines ya solo me quedaban un puñado desperdigados aquí y allí sin más criterio que el que había querido imponer el azar sobre un juego que llegaba entonces a la recta final de su declive. Javi, que se encargaba de recaudarlos, había ido vendiendo todos los demás a lo largo de los últimos meses, según descubríamos el sinsentido que resultaba de mantener una flota de antiguallas mezquina hasta para devolvernos lo que costaba la gasolina que se iba en sacarles el dinero. Alguno aún lo teníamos en Granada. Para hacer la recaudación, y que el viaje compensara, íbamos hasta allí una vez al mes, a veces incluso más de tarde en tarde. Precisamente a la vuelta de uno de esos viajes, tuvo Javi un accidente con nuestra vieja DKW. Se durmió al volante, y empotró la furgoneta contra el último de la fila de coches parados frente a un semáforo en rojo, en la Avenida de la Constitución de Sevilla. La furgoneta quedó para el arrastre y, aunque se intentó arreglar -llegué a gastarme veinte mil pesetas en un taller-, ya no volvió a salir del patio trasero del mesón, donde estuvo criando cardos durante tres o cuatro años, hasta que la mandé al desguace. 

Si el patio trasero valía como basurero para cualquier clase de chatarra, la nave que usaba como trastero no se quedaba atrás. Era poco más que una cueva. En el techo podían verse al desnudo los travesaños de madera que lo sostenían y, por encima, en el entablado que sujetaba las tejas, cómo respiraban estas, poco menos que flotando en el vacío, asomadas a los sietes de la madera. Tampoco tenía suelo echado, era de tierra: para guardar porquería no era preciso más. Convertir aquel lugar en otra cosa, ya fuera en el austero almacén que estaba improvisando a golpe de chapuza para salir del paso, no salía barato. Y el tiempo pasaba.... Entre una y otra cosa, en fin, me fui quedando otra vez sin dinero. Sin dinero en metálico, quiero decir: de noche cogía el sueño sin problemas solo con pensar que la cuenta a cero del banco dormía esta vez, y yo con ella, sobre un colchón de dos pisos completamente pagados.

Manuel Quevedo, la persona a la que había traspasado el mesón, lo trincó, o, mejor dicho, fue desalojado por esa época. Hombre atrabiliario, había ido echando poco a poco con sus arbitrariedades a la clientela, a la vez que dilapidaba bienes y recursos. El dueño de la finca me contó que solo le había pagado tres meses de alquiler. Los últimos ocho o diez -estábamos en febrero de 1988- hubo de cobrárselos a su fiador, pues, a diferencia de cómo había obrado conmigo, a Quevedo sí le había exigido uno.

Un día, cuando el mesón llevaba ya semanas cerrado, se presentó el dueño de la finca acompañado de un juez, de una pareja de la Guardia Civil y de un cerrajero. Reventaron el candado de la entrada, descorrieron el viejo pestillo de hierro macizo y abrieron de par en par las puertas. Afloró entonces de golpe la erosión acumulada tras meses de indolencia si es que no de abandono, y nada más. Porque eso, mierda y cosas rotas por todas partes, era lo único que había. Ese día estaba yo en el local contiguo, a vueltas con lo de mi bodega. Me acompañaba casualmente Jesús Villarreal, por aquel entonces todavía presidente de la Casa de Córdoba, del que me había hecho muy amigo. Al vernos, el propietario nos invitó a pasar para que pudiéramos comprobar en qué estado le habían dejado el local, y cinco minutos más tarde me lo ofreció. “Seguro que tú sabrías sacarle partido”, porfió. Le contesté que mi intención era poner una bodega en la parte trasera, y ni siquiera me paré a considerar seriamente el envite. “De todas formas, piénsatelo”, insistió. Tenía intención de ponerlo otra vez en alquiler y, puesto a ello, me prefería a mí, que ya me había retratado como buen pagador, antes que a ningún otro. Cuando se fue, Jesús me tomó del brazo. “No seas tonto -me dijo-, yo si fuera tú me lo quedaba. Ahí no tienes más que limpiar, comprar lo que necesites y ponerlo en marcha. En cambio, para montar tu bodega tendrás que reformarla primero, y ya ves lo destartalada que está, además de sentarte luego a esperar que te den la apertura.” Dos o tres días después volvió Isidro, el dueño de la finca. Me preguntó si había cambiado de idea. Yo llevaba ese mismo tiempo sin dormir, cocinando con vueltas y más vueltas el asunto. “De acuerdo -le contesté- me lo quedo.”. Pero le hice ver que el sitio, como restaurante, estaba quemado, y que me costaría lo suyo levantarlo de nuevo. En otras palabras: que no estaba dispuesto a pagarle lo que le cobraba a Quevedo, ni ninguna otra renta que no fueran las mismas cincuenta y cinco mil pesetas con que me había estrenado hacía dos años, al entrar allí por primera vez; y que tampoco tenía con qué adelantarle los dos meses de fianza. Me dijo: “Hecho, de ti me fío. Tú solo ponte a trabajar”. 

Lo abrimos enseguida, no pasaría ni una semana. Limpiamos, compramos lo imprescindible y, entre lo imprescindible, lo más barato, ya está. Esta vez lo monté solo como mesón, sin futbolines ni maquinitas ni nada que pudiera servir de reclamo para los chiquillos y, por eso mismo, derivar en un trastorno de difícil digestión para cuantos se acercaran hasta allí a comer.

Me estrellé. Transcurrieron los primeros días, las primeras semanas, el primer mes, y allí no entraba nadie. Abrí los ojos a la realidad a golpe de pérdidas. Y, a medida que la desesperación fraguaba, me puse yo a barajar alternativas. Mis hijos, Javi y Rafalito, estaban convencidos de que la solución pasaba por montar un discobar. En el pueblo no había discoteca ni nada parecido que sirviera de desahogo para la juventud, solían decirme. Decidimos tirar por ese camino. De un día para otro, vestimos las paredes con unas tiras de plástico negro; tapamos los techos con un surtido de banderolas  -o de edredones, eso nadie lo tuvo claro- que nos regaló el dueño de la pista de patines de la calle Calatrava de Sevilla, donde en tiempos había tenido colocados un par de futbolines; colgamos de las esquinas unos altavoces bien grandes para que sonara como un cañón la música que debía engolosinar a la clientela; y nos afanamos por tener arreglado todo lo demás para el día de la inauguración, un viernes. También nos tomamos esta vez el trabajo de hacer algo de propaganda: dedicamos las últimas horas de la noche anterior a la apertura, y buena parte de la madrugada, a pegar pasquines por los muros de toda la zona -Gines, Valencina, Castilleja de la Cuesta...-, en medio de un diluvio implacable. Le pusimos de nombre “Bar Isla-Tortuga”. Podía leerse en un cartel muy grande, sobre una tortuga que emergía del mar con la concha sembrada de palmeras, semejando una isla tropical o cosa por el estilo. El bar murió al poco de nacer; pero ese nombre nos acompañó luego durante años, y aún sigue ahí, en el cartel de la fábrica donde mi hijo Rafalito hace hoy sus croquetas.

El día de la inauguración yo no entré siquiera. Pero sí pasé por delante de la puerta. Se oía el murmullo de mucha gente, y la música sonando como un bombardeo por dentro. Recuerdo que lo primero que pensé entonces fue: “Esto me lo cierran en dos semanas, en cuanto se queje el primer vecino”, y que sentí mucha pena por todo, por haber llegado a ese punto, de esa manera, yo qué sé. Pero bueno, ya estaba hecho, decidí, resuelto a apretar el culo ante lo que pudiera venir. Y es que ni siquiera yo creía entonces que fuera posible dar marcha atrás.

La noche de la apertura, la primera consumición era gratis. Ese señuelo, y la curiosidad de la mayoría por ver qué era aquello, garantizó el éxito de público, pero solo de público: casi nadie tuvo luego el detalle de agradecérnoslo pasando a la segunda copa. Al día siguiente la noticia que palpitaba debajo de ese fiasco se confirmó, y solo se dejaron caer por allí cuatro gatos. Transcurrieron después varias semanas en el mismo plan, sin que el negocio se enmendara ni diera indicios de que fuera a hacerlo más adelante, despejando una evidencia que a mí se me antojaba cada vez más incontestable: lo que antes había sido un restaurante agonizante, era ahora un bar muerto.

Cierta tarde de marzo, quizás ya de abril, entraron dos matrimonios, cada uno con su carrito de niño. Cuando vieron el panorama, y todos aquellos adornos absurdos colgados del techo y las paredes, que antes que un bar parecían anunciar un aquelarre al fondo de una cueva, se miraron unos a otros, y, después de decir “coño, cómo ha cambiado esto”, dieron media vuelta y desaparecieron. Había sido uno de tantos desplantes por el estilo, estábamos ya muy acostumbrados a esa escena. Pero en algo fue único: valió para que se encendiera la señal de peligro en algún rincón del disparate en que vivíamos. Yo la vi: prometía un futuro al que, de pronto, me dio pavor asomarme. En ese momento estaba Rafalito a mi lado. Le dije: “Escucha: esto, o lo volvemos a trabajar como restaurante, sin banderolas ni futbolines -habíamos vuelto a meter un par de ellos en una esquina- ni leches de esas, o cerramos”. Dicho y hecho. Al día siguiente les quitamos a las paredes el disfraz, y colocamos a la entrada, en la calle, un letrero de madera en forma de escudo de armas que hizo mi hijo de prisa y corriendo, en el que reinaba la leyenda “Mesón Isla-Tortuga” sobre un sable y un pistolón cruzados. Al lado, en un cartel bastante más grande atado a la verja del portón, pudo leerse desde ese momento: “Carne a la brasa”.

Siguió sin entrar nadie. El mes corría, y debía pagar la renta y al repartidor de la cerveza, a quien le había hecho en febrero un pedido inicial de noventa mil pesetas que aún no había saldado: ni para eso tenía. Solicité un préstamo a la Caja de Ahorros de San Fernando, que estaba justo enfrente de la entrada del negocio, tan solo había que cruzar la calle; un millón de pesetas. Me dijeron que tenía que llevar un fiador. Yo les dije que no lo tenía, pero que era propietario de dos pisos. De uno podía aportar las escrituras, y del otro un documento en el que constaba que estaba pagado; aún no había podido arreglar los papeles precisamente por eso, porque no tenía dinero para pagar un notario. Les dio igual: lo único que les valía, recalcaron, era un fiador.

Nada más salir de la Caja San Fernando tomé derecho hacia la Caja de Granada, que estaba a cien metros, en la misma calle. Aquí un tal Esteban, que ya me conocía, me dio la pista que valió para sacarme del brete. En lugar de pedir un millón de pesetas en un solo sitio, me aconsejó que pidiera quinientas mil en dos distintos, en ese caso no serían necesarios fiadores. Ellos me las concedieron casi al instante. Hablé después con Ramón, el director de la sucursal que me había negado el millón, y tampoco puso pegas para darme la mitad. Pude hacer frente de ese modo a dos meses de renta atrasada más el corriente, pagar a los proveedores, y comprar el mobiliario con que sustituir las sillas y las mesas que había venido usando hasta entonces, todas alquiladas. El millón no dio más de sí. 

El negocio, a pesar del alivio momentáneo que supusieron los créditos, seguía renqueando. Y yo volví a andar tan apurado de dinero que, en cierto momento, ni siquiera lo tuve para cambiarle la batería al coche. Hoy a mí mismo me cuesta creerlo, pero lo cierto es que entonces no supe de dónde sacar seis mil pesetas. La pobre Cloti se desayunaba cada mañana empujándolo hasta ponerlo en marcha. A mí se me agarró entonces al pecho el miedo a no poder atender siquiera las primeras mensualidades de los créditos, y, después de tragarme lo poco que me quedaba de orgullo, tomé el único camino que me faltaba por andar: una mañana me puse al volante, le pedí a la Cloti que volviera a empujar el coche, y lo conduje hasta mi pueblo. Nada más llegar, me planté ante mi hermano Francisco, y también a él le mendigué un préstamo. Le dije que me hacían falta trescientas mil pesetas, y prometí devolvérselas para el verano. Me dio cuatrocientas mil, me dejó claro que en caso de que necesitara más no dudara en decírselo, y, de propina, me advirtió para que fuera olvidándome de la tontería esa del verano; cuando le hicieran falta ya se encargaría él de pedírmelas. Más adelante, intenté devolvérselas en varias ocasiones. Siempre me salía con lo mismo, que cuando le hiciesen falta me lo diría. El hombre murió quince años después, con noventa y dos: jamás me las reclamó.

El mesón siguió funcionando malamente. Tanto que no me quedó más remedio que volver a llenar la parte que quedaba a la izquierda de la entrada con un montón de máquinas de marcianitos, de cuya recaudación yo recibía el 40%, y varios futbolines junto con un chapolín, que eran míos. Tras de esa sencilla reforma recuperé al menos una parte de mi antigua clientela: volvió a entrar la chavalería del pueblo, con la que descubrí que sacaba para pagar la renta, los préstamos y nada más; o sea, mucho comparado con la ruina que arrastraba hasta ese momento. Lo que no había manera de conseguir era que volviera la otra parte, la de la gente dispuesta a comer en mi casa. Desde febrero, en que abrí, hasta finales de mayo, ni siquiera llevé un registro diario de la caja. Para qué, habría sido recrearse en el infortunio, además de una pérdida de tiempo: por la noche, metía mano en la registradora, recogía los cuatro duros que dejaba cada jornada y punto. Eso cuando llegaba a cuatro duros: recuerdo que una noche abrí la caja y solo me encontré cincuenta pesetas, las de la única cerveza que había servido en toda la jornada.

Definitivamente, me rendí, el restaurante era una guerra perdida.

O no. Tal vez no. Tal vez quedaba una última bala que disparar. Por mi experiencia en el ambigú de la Fasa-Renault, conocía el efecto que desataban los precios irrisorios si uno sabía conducirse entre miserias. Respirando de esa fe, probé un día a colgar de la puerta de la calle, debajo del de “Carne a la brasa”, otro letrero que decía: “Churrascos 400 pts. Serranitos 125 pts”, por no colgar en su lugar el de “De perdidos al río”, que se habría ajustado mucho más a la verdad. Luego crucé los dedos y esperé. La estrategia no era particularmente brillante, pero dio resultado; si no mucho, cuando menos el suficiente como para insistir por ese camino, el de los precios muy bajos y los platos muy llenos, y, en general, el de todo a lo bruto y en plan compadre. Poco a poco fuimos creando una nueva clientela. Se notaba especialmente los fines de semana, cada vez más alegres y metidos en ajetreo. Los chiquillos que iban a jugar a las máquinas fueron los primeros en responder a ese nuevo espíritu. Solo en dulces -palmeras, cuñas, napolitanas...- vendía los sábados y domingos cientos de piezas, que me acercaba a comprar a Coria del Río, donde había un obrador que las hacía enormes y baratitas. Y también el comedor y la terraza se nos venían a llenar algunos sábados por la noche y muchos domingos al mediodía. Recuperado el tono vital, quisimos distinguirnos de la competencia especializándonos en un plato lo bastante llamativo, y nos centramos en el que la Cloti había bordado siempre como nadie, las croquetas, de las que con el tiempo terminamos haciendo diez clases distintas. Estas, aún me sé la lista de corrido: de jamón, de bacalao, de queso cabrales con avellanas, de atún, de espinacas, de setas, de puerros (luego de apio, y finalmente de pimientos del piquillo), de cordero con miel y canela, de chipirones en su tinta, y de salmón. Había en la carta un plato titulado “Croquetas variadas” en el que incluíamos una de cada, que valía por una apoteosis de los sentidos y ayudaba lo que el gordo de la navidad, por decir algo, a reconciliarse con la vida. Se hicieron famosas, y el restaurante con ellas: aún hoy hay gente que me para por la calle para llorarlas un ratito conmigo.

Fue el principio de la remontada que acabó convirtiendo el Mesón Isla-Tortuga en el negocio más rentable de mi vida.

Durante años, unos y otros -los muchachos atraídos por el salón de juegos, y la gente que se sentaba a comer- convivieron, ya que no con armonía -los niños siempre se hacían notar-, cuando menos sin disturbios que un par de rapapolvos no pudiesen allanar. Solo que una convivencia tan dispar, yo era el primero que se daba cuenta, no podía durar. Los comensales eran cada vez más finos, los platos cada vez más elaborados, los precios cada vez más altos, el restaurante cada vez más reputado; y la chiquillería cada vez más bestia, o a mí me lo parecía. Yo sentía que los chavales, aquellos mismos chavales que me habían sacado del apuro en los momentos difíciles, eran, ahora que el restaurante se llenaba de gente acostumbrada a comer sin sobresaltos, un estorbo; y que lo eran hasta el punto de espantarme a la clientela con sus griteríos y sus terremotos. Tuve que elegir. Un día -el último día-, al abrir por la mañana, vi que me habían destrozado unas calabazas de esas que llaman del peregrino, que tenía yo sembradas como adorno en el patio: colgaban de una pérgola, a un lado de la terraza, sobre el pasillo que comunicaba la verja de la calle con la puerta del mesón. La gamberrada la habían cometido la noche anterior, pero entonces, con la oscuridad, me había pasado desapercibida, y fue a la mañana siguiente cuando me saltó a la cara como un zarpazo. Alguien había arrancado una vieja barra de futbolín de las que venía usando en los arriates como tutores para las plantas, y se había liado a golpes con ellas. Serían diez o doce, que podían verse aquí y allá, en el suelo, despanzurradas; diez o doce calabazas que habían sido una cosa tan bonita... y que le daban a aquella entrada un aire tan propio... Si me hubiesen asaltado a punta de navaja no me habría encorajinado más. Sentí aquella gamberrada como un crimen; y en ese mismo instante decidí cerrar el salón recreativo. Dos o tres días después, cuando llegó el chico de las máquinas electrónicas para hacer la recaudación, le dije: “Coge esos trastos y sácamelos de aquí, no quiero verlos nunca más”. Le conté lo que había pasado, y el pobre hombre se ofreció a pagarme las calabazas. No entendía. Qué cosa más absurda, le dije, las calabazas no valían nada. Me valían a mí solamente porque las había sembrado yo, y porque yo mismo las había cuidado durante meses y meses, dirigiéndolas por el emparrado, para que colgaran con gracia, bien repartidas, e hicieran de aquella entrada una cosa tan distinta, tan bonita como había sido hasta hacía unas horas, ¿comprendía ahora? Y además, qué coño, que estaba de esos gandules y de esos sinvergüenzas hasta el gorro. Ya no los quería en mi casa.

El muchacho retiró sus máquinas, y yo procedí del mismo modo con mis futbolines. Ya no recuerdo dónde fueron a parar, a lo mejor los quemé. En todo caso, ahí acabó para siempre lo poco que quedaba de mi fe en ellos.


Por esa época, tanto Rafalito como Javi, mis dos hijos, trabajaban conmigo. En especial a Javi, el oficio no le gustaba nada. Tan poco le gustaba, que un día se marchó de casa por abandonar también la servidumbre del mesón. Salió por la mañana para ir a trabajar como él acostumbraba entonces, haciendo footing de Sevilla hasta Gines, y, sencillamente, desapareció: no se presentó en el restaurante ni en ningún otro sitio. Tampoco llamó por teléfono ni dio señales de vida por medio alguno. Su madre y yo anduvimos ese día alarmadísimos, de acá para allá, preguntando por él a cuantos se nos pusieron por delante, convencidos de que le había pasado algo. Por suerte, topamos con un amigo suyo, y este pudo pasarle el recado de que lo buscábamos. Entonces se acercó a casa, donde no había nadie, y dejó una nota diciendo que estaba bien, que quería aclarar sus ideas y que no nos lleváramos mal rato por ello. Sufrimos mucho su madre y yo por aquellos días pensando en que lo mismo le daba por tirarse a la mala vida. A alguien que se iba de esa manera y a esa edad de casa cualquier cosa podía pasarle, concedíamos de antemano, y nos contagiamos al instante de ese miedo: el terrible animal de los veinte años, ya se sabe, da siempre una explicación convincente a cualquier desgracia. 

Nada parecido ocurrió, por fortuna. Después de andar ambulante durante una temporada, el muchacho se arregló mal que bien, y consiguió salir del paso con decoro. Se sacó el permiso correspondiente y trabajó de taxista hasta el día de su cumpleaños de 1989, el 20 de febrero. Ese día lo llamaron del ayuntamiento de Sevilla para ofrecerle un puesto de interino en el cuerpo de bomberos. Dejaron el recado en nuestra casa, la dirección que él diera al presentarse a las oposiciones, y nos acercamos hasta la suya para comunicárselo. Lo sorprendimos en mitad de una fiesta -cumplía años ese día, ya digo-, con su hermano y unos amigos. Estaba algo bebido, y lo demostró cogiendo a su madre en volandas y zarandeándola y estrujándola mientras proclamaba: “Es el mejor regalo de cumpleaños que me han hecho en la vida”. 


El 89 y el 90 fueron años lo bastante buenos como para convencernos de que debíamos acometer la reforma del restaurante y acondicionar la parte trasera, donde habían estado los futbolines, como un segundo comedor. Lo que más urgía era sustituir el antiguo -acaso centenario- tejado de madera, tierra y tejas, lleno de goteras y, por eso mismo una esponja demasiado pesada cada vez que llovía, por uno más ligero y seguro. Queríamos resolver eso antes de que llegara el invierno y, con él, las lluvias; y nosotros mismos nos pusimos a retirar tejas, aprovechando que los días entre semana, faltos de faena en el comedor, teníamos tiempo de sobra para oficiar de albañiles. Esto sería a últimos de octubre del 90. Trabajaba entonces con nosotros un camarero al que le decíamos “El Matroco”, Antonio de nombre, y un chico del pueblo, Carlos, que bregaba en la cocina. Fueron ellos quienes se subieron una mañana a lo alto del edificio y empezaron a destejarlo. Rafalito recogía las tejas a ras de suelo después de que los otros las dejaran caer por unas tablas dispuestas a modo de tobogán. El primer día no hubo mayor novedad, lo que no quitó para que desde un principio metiéramos la pata. El tejado era a dos aguas, pero nosotros, en lugar de llevar las dos vertientes a la par, empezamos destejando solo una de ellas. Al segundo día, la estructura de una de las vertientes, falta de contrapeso, cedió, y el tejado se vino abajo por la parte que aún no habíamos tocado. A Carlos el desplome lo pilló en todo lo alto, sobre el caballete en el que convergían las dos aguas. Se hundió con el tejado mismo. El Matroco se encontraba a un lado, sobre el muro, y gracias a eso se libró de la caída. El desplome provocó un estruendo que lo mismo habría valido para anunciar el fin del mundo, además de una polvareda tremenda, que impedía ver a un palmo de las narices. Carlos gritaba: estaba enterrado bajo una montaña de tierra, tejas y tablones de madera, y su voz llegaba como desde la lejanía, en un hilo que, a medida que iban pasando los segundos, se hacía cada vez más fino. Al rato, calló. Yo temí lo peor. Me apresté a socorrerlo desesperadamente, pero no veía nada. Los ojos me lloraban, tropezaba a cada instante, y no era capaz de ubicar al muchacho entre los escombros, pues faltaban ya los lamentos que me guiaran. Por lo demás, el polvo era como una rata que se me metiera en la boca con cada sorbo de aire; y, a cada intento por escupirlo, el alma se me iba en toses. “¡Carlos, Carlos, dí algo!”, grité como pude. Pero Carlos no decía nada. “¡Carlos, Carlos, contesta!”, volví a gritar.

Cuando, uno o dos minutos más tarde, llegué al lugar en el que calculaba que podría estar el muchacho, oí una voz. “Aquí. Aquí. Me acabas de pisar.” Llamé a los demás para que me ayudaran. Removimos tablas y tejas y yo qué sé cuánta porquería más alumbrada en el desplome, hasta que, de dentro de todo eso, emergió un brazo que se agitaba como haciéndonos señales. Terminamos de desenterrarlo. El muchacho había quedado encajonado en una especie de burbuja creada por el capricho de las vigas al caer. Cuando estuvo de pie, le di un abrazo como he dado pocos en mi vida. Comprendí entonces que acababa de asistir a un milagro: seguía de una pieza, ni siquiera estaba herido. En cuanto pudimos salir de allí lo llevamos a urgencias: le descubrieron una luxación en un dedo, nada más.

Por esas fechas había sacado yo unos billetes para pasar una semana de vacaciones junto a Antonio Juárez y su mujer en Las Palmas de Gran Canaria. Teníamos previsto salir el día 2 de noviembre. Cuando ocurrió lo del derrumbe los di por perdidos. Pero al final, y visto que todo había quedado en un susto, nos animamos a ir. Llevábamos la Cloti y yo sin tomarnos unas vacaciones desde que llegamos a Sevilla, en el año 81. Para qué explicar más: no invento nada si digo que fueron aquellas como visitar el cielo.

Al año siguiente, en el 91, acometimos en el restaurante la reforma del comedor principal. Para entonces teníamos ya cuatro camareros, más la Belén -la novia de Rafalito-, y un chico encargado de la brasa: seis empleados, además de Rafalito, Marimar, la Cloti, y un montón de extras los fines de semana, que era cuando el mesón se ponía de bote en bote. Comprendí que no podía aplazar más las obras un día en que me encaramé al tejado y descubrí, en una de las vertientes, una como hondonada que no parecía sino el principio de su hundimiento. Eso aparte, desde el interior, y a través del falso techo, podía verse también una viga rota. Deduje que era solo cuestión de tiempo el que la casa se viniera abajo, y alargué luego la deducción hasta concluir que, cuando eso ocurriera, más me valía a mí estar debajo. Por si no bastara con la del miedo, cada año, en cuanto llegaba el mal tiempo, tropezaba con una razón incluso más apremiante. Y es que el comedor se nos llenaba entonces de goteras por todas partes. Los días más lluviosos, de hecho, nos veíamos obligados a pasear a la gente de mesa en mesa hasta dar con la buena. Una noche, a un cliente -Fernando Camino, un vecino que vivía frente al restaurante- lo recolocamos por lo menos tres veces, y finalmente, cuando ya no hubo más rincones donde probar, hubimos de resignarnos a plantar junto a su mesa, a modo de paraguas, uno de los parasoles que se usaban en la terraza. Yo rezaba para que los sábados y los domingos no lloviera; por no limar la ganancia, evidentemente, pero sobre todo por no obligar a la gente a elegir entre mojarse o pasar hambre.

El día 20 de agosto del 91 cerré y me puse con la reforma. Antes coloqué a la entrada un cartel anunciando que volvería a abrir apenas una semana más tarde, el 28 de ese mismo mes. Iluso. Desde el mismo instante en que nos metimos en faena, nos metimos también en un jardín. El local estaba infinitamente peor de lo que suponíamos. No bien hurgamos dentro de su apariencia, lo descubrimos todo completamente penetrado por el salitre heredado de la época en que había habido allí una aceitunera. Cada vez que los albañiles probaban a horadar una regola o a incrustar un taco, los viejos muros de adobe se desmigajaban como pan mohoso. Eso nos obligó a levantar tabiques nuevos, que defendimos de las paredes que ya había regalándoles un palmo de cámara de aire, esto es, robándole entre una y otra cosa un metro muy llorado al salón. Se puso también una solería nueva, menos tosca y difícil de limpiar que el viejo suelo de ladrillos de taco. Y ya puestos, ampliamos la cocina incluyendo dentro de ella el pasillo que comunicaba los dos salones, que a partir de entonces resultaron por completo independientes el uno del otro. Y paso por alto infinidad de pequeños arreglos que fueron añadiéndose por sí solos, como gorrones a un banquete, a la labor de cada día. Al final, lo de menos fue la parte de la reforma que habíamos presumido en un principio más costosa, esto es, cambiar un tejado por otro. 

Lo que iba a ser una faena para ocho días se convirtió de este modo en un embolado que nos dejó a verlas venir durante más de dos meses. Una vez concluidas las obras, eso sí, el mesón quedó muy bonito, todo el mundo me lo decía. Algo que llamaba mucho la atención ahora era la chimenea: habíamos sustituido la antigua, de ladrillo adosado a la pared, por una de forja colgada del techo en mitad del salón, que calentaba mucho más con la cuarta parte de leña. Me paro en ese detalle porque para mí no era cualquier cosa: aún recordaba los hachazos que había dado por esos campos de Gines años atrás, cuando ni para leña tenía, e iba con el coche a hacerla de raíces de olivo. 

El día de la reapertura fue tremendo. Recuerdo que cayó en sábado. Montamos los dos comedores, y llenamos hasta la bandera, comida y cena, a pesar de no dar más aviso de que abríamos que el que cupo en un cartelito colgado a la puerta. Vinieron después semanas y meses abrumadores, que, a la vez que llenaban la hucha, me fueron vaciando por dentro de casi todo lo demás, a veces hasta ponerme enfermo. No hablo por hablar, por esa época empecé a tener muchos problemas de corazón. Un sábado por la noche, en mitad de la bulla, me entró no sé qué dolor en el pecho y por el brazo, y tuvieron que llevarme a urgencias. Cosa del corazón, ya digo, que, según los electrocardiogramas, fallaba. Mes y medio estuve ingresado en el hospital. Allí me hicieron el primero de los siete u ocho cateterismos que llevo a cuestas desde que padezco esta desgracia. Todo para nada: cuando los médicos ya no supieron qué otra cosa hacer conmigo, me mandaron a casa con un par de conjeturas a modo de diagnóstico, y un tratamiento que acabaron eligiendo poco menos que al buen tuntún.

Cerramos el año 91 con unos beneficios de dieciocho millones de pesetas. Sería el mejor de la historia del mesón. Era la época de los preparativos para la Expo del 92, y se notaba. Entre la clientela habitual teníamos a los operarios de las empresas encargadas de construir varios de los pabellones del recinto de La Cartuja. Aparte de eso, la gente en general vivía como una nueva fe la alegría de gastar, que se perdonaba interpretando el derroche como un signo de civilización. Era como si el dinero, de pronto, no costara, como si fuera otro modo de urbanidad: se cargaba en la misma cuenta que los besos, los apretones de mano, los hola, qué tal. Uno podía verlo saltar por todas partes, como las burbujas sobre el agua que hierve. Yo simplemente me apliqué a recoger las gotas que caían a mi lado, nada más. 

Acaso por eso, porque sentíamos que nuestra vida estaba por fin enderezada, y porque nos lo habíamos ganado a pulso, qué narices, nos lanzamos a partir de entonces la Cloti y yo a disfrutar de lujos que durante años habíamos mirado de lejos. Hicimos infinidad de viajes, por ejemplo. El mismo año 91 fuimos a Tenerife, en tiempo de carnavales. En el 93 estuvimos en Cuba, y conocimos La Habana y Varadero. A la vuelta, y casi del tirón, dedicamos quince días a viajar por el País Vasco. Y en septiembre de ese mismo año nos marchamos a Grecia: ocho días, tres de ellos en un crucero por las islas del mar Egeo, que fueron el viaje más bonito de mi vida. Tan solo un mes más tarde, en noviembre, tomamos un avión que nos llevó a Lanzarote, donde pasamos quince días junto a Antonio Juárez y la Mari, su mujer... De repente, sentía dentro de mí como una prisa desconocida por vivir y conocer sitios nuevos, que me consentía acudiendo a un argumento inapelable, el que lo justifica todo a partir de cierta edad. Cada vez que un escrúpulo de sobriedad se prendía de la cara de viejo que empezaba a devolverme el espejo, el bicho que vivía detrás me enterraba en el oído: “Dale, que son dos días”.

Tiré también de ese emblema para concederme el capricho con el que le hice justicia a cierta precariedad que tanto me había dolido arrastrar durante otra época: poco antes de ponerme con la obra del restaurante, ese mismo año 91, me compré un Mercedes. De segunda mano. Esto último, que fuera usado, no restó un ápice de la ilusión que me hizo conducirlo, tanto había soñado yo a lo largo de mi vida con tener uno, más que un torero.


A veces me paraba un segundo a mirarla. Mi vida, digo. Me hartaba de trabajar, como había hecho siempre; y, de haber llegado a la edad que entonces tenía por la senda de otro oficio, estoy convencido de que lo habría hecho también en el pellejo de un hombre mucho menos gastado. Pero esta vez todo tenía sentido. El dinero -por fin- se lo daba.



2 comentarios:

  1. Soy clienta antigua de ese Mesón y clienta antigua de la fábrica de croquetas. Enhorabuena a los viejos y a los nuevos por su profesionalidad y su saber hacer. Pasé ratos inolvidables en el restaurante y ahora cada nochebuena comparto con mi familia vuestras croquetas. Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, Lola, por tus palabras. Creo que alguna vez te lo he dicho: cada vez que hacemos memoria de los días del restaurante, antes o después, nos acordamos de ti: fue la tuya, y la de tus dos acompañantes esa vez, la última mesa que atendimos el último día en que estuvo el restaurante abierto, hace ya nueve años. Por la parte que nos toca, eso es lo más parecido a un final feliz. Un abrazo

    ResponderEliminar