sábado, 4 de marzo de 2017

LA RECETA



      Esa cosa de ahí arriba con pinta de nave extraterrestre es una olla. Una olla industrial a la que le caben 150 litros. La empresa que las fabrica
 las llama cuececremas. Y, si buscáis en internet, tropezaréis con ingenios semejantes bajo el epígrafe de “marmitas”. Imaginad una especie de hormigonera forrada de acero inoxidable y armada con tres resistencias que juntan más de veinte kilovatios y la ponen a 200 º centígrados en quince minutos mientras todo en su interior da vueltas agitado por un aspa. Básicamente es eso. 
      Debería ser eso. Sólo eso, quiero decir.
      Nosotros la usamos para hacer croquetas. Es lo que venimos haciendo desde hace treinta años. Muchas croquetas, de muchas clases, particularmente desde que compramos esa máquina, a finales de 2015, y nos dedicamos sólo a eso, a hacer croquetas. Y croquetas. 
      Y croquetas. 
      Dios... 
      Reparo en ese último detalle porque lo que hoy quiero contaros, el prodigio que hace que la fotografía de esa máquina mande sobre esta página y -esto lo digo en voz muy baja- andemos cuantos trabajamos hoy con ella adorándola como neandertales, hay que ir a buscarlo a esa fecha, a octubre de 2015. 
      Sucedió poco después de que la instalaran en nuestra cocina. Habían pasado dos o tres semanas desde entonces, y aún andábamos peleándonos con los botones - son esos seis circulitos que hay a su derecha, ¿los veis?- y con la pantallita que queda encima, una cosa llena de flechas y numeritos terriblemente farragosa que vomitaba enigmas cada vez que se encendía. En su esquina superior derecha destellaba uno particularmente insidioso: un numero 5 palpitante como un huevo a punto de abrirse, que cambiaba de color con cada latido.
      Busqué en el libro de instrucciones. El apartado número 5 llevaba por título “Programe sus recetas”, y daba un ejemplo de cómo hacerlo. Decidí aplicarlo a mi caso, el de las croquetas de jamón que tenía previsto hacer ese día. Pulsé tres o cuatro teclas dibujadas sobre la pantalla y, finalmente, una un poco más grande que las demás que rezaba “Intro”. Esperé uno, dos, tres segundos, no más, y... 
      Bueno, aún me estremezco al recordar lo que pasó luego. Desde quién sabe qué pliegue de sus tripas, la máquina lanzó una especie de gemido, y después otro, y aun otro más, como habría hecho un animal moribundo. Emitió a continuación un erupto larguísimo, y acabó de hacer la digestión escupiendo algo parecido a un recibo, una tira de papel larga y estrecha, impresa en tinta roja, que asomó por una ranura en la que hasta entonces ni siquiera había reparado. 
      Se la arranqué. 
      El papelito decía: “Esperaba mucho más de ti, Rafalito.”
      Se me descolgó la mandíbula. Instintivamente, miré por detrás, y de arriba abajo, y a los lados del ingenio mecánico. Lo palpé. En efecto, era de metal, y estaba frío: seguía pareciendo un ser inanimado. Incluso así volví a examinarlo, y aún tardé un buen rato en convencerme de que no, de que no me jodas, de que no cabía, de que no podía ser que mi madre anduviera escondida dentro. 
      ¿Cuánto tiempo hacía que nadie que no fuera ella me llamaba “Rafalito”?, intenté recordar. Es cierto que mi madre habría empleado otro tono, más crudo, y uno o dos kilos de adjetivos bonitos en decirme lo mismo, pero para el caso era igual. Aún sonaba en mi conciencia el sermón que me había endiñado días atrás a cuenta de... En fin, qué más da. “¿ Rafalito, tú siempre has de andar jodiendo la marrana?”, había resumido después de ponerme a caldo durante media hora. Volví a leer el recibo, y, en efecto, apenas si me costó alicatarlo con el hilillo de voz a la vez suave y cortante que conocía de sobra. 
      Inevitablemente, aparté mi mirada de pánfilo de la máquina, y la volqué dentro de mí mismo, resuelto a encontrar una explicación mejor que el milagro, mejor que el espejismo habitado por el fantasma de mi madre, mejor que... 
      Resultó así de simple, no hizo falta más. Sin comerlo ni beberlo, me di morros con la verdad.
      Fue un relámpago de lucidez. Un alumbramiento, una aparición. De otro modo: la verdad resultó ser un milagro aún mayor. De repente, y apenas en un segundo, vi resumida la película de mi vida hasta ese momento como si la viera proyectada sobre la pantalla de un cine, tal como dicen que sucede cuando uno la palma. Y, no mentiré, tuve que apretar mucho los dientes para reprimir el impulso de lanzarme sobre la taza del váter y devolver al estómago la tostada del desayuno. 
      El espectáculo, cierto, daba un poquito de asco... Un asco infinito, a qué disimular. En riguroso desfile, como monstruos en carnaval, y animados por un remordimiento nuevo, que parecía brotar, como la tostada, del fondo de mis tripas, tomaron cuerpo ante el tribunal de mi propia conciencia la miseria, el desprecio, las arbitrariedades, los desengaños, la infamia padecida a lo largo de los últimos cincuenta años. En semejante tesitura, razoné, encargarle al monstruo metálico que tenía delante unas croquetas de jamón, en lugar del plato de veneno que el mundo a mi alrededor evidentemente se merecía, era -más que una broma, más que una indecencia- un crimen, una traición... además de la mariconada acorde con el jaimito que llevas dentro, hijo -creo que ya conocéis a mi madre -. 
      No lo pensé dos veces. Devolví el jamón picado al frigorífico, tiré a la basura los siete kilos y medio de cebolla pochada, y decidí que iba a ser, por una vez en la vida, un tipo valiente, un hombre digno. Que le iba a dar a aquella puta máquina lo que aquella puta máquina pedía. Desde luego, no una receta -una de tantas- de croquetas: el mundo estaba lleno de recetas de croquetas dictadas por espíritus sumisos como el tuyo, Rafalito, qué asco, me dio la razón el fantasma de mi madre. Envidé más: ni siquiera le daría una receta. No. Sobre valiente, esta vez estaba resuelto a ser chulo. Le daría la receta. 
      Qué huevos, ni eso. Aquí había un tío, qué pasa: le daría LA RECETA. 
      Me sobraban los ingredientes. Busqué a mi alrededor -pero sobre todo dentro de mí, en el sentimiento de desolación sobre el que sudaban, como jamones colgados de un gancho, todas mis frustraciones- hasta dar con un trozo de carne lo bastante podrido, y lo eché a la olla. Acudí luego a la pocilga donde se cuecen las fantasías del idiota degenerado que soy uno de cada dos días, y arranqué una convenientemente soez, tan ridícula como el espíritu acomplejado que la había engendrado. El hombre vulgar que también soy cotizó con un par de emociones simples pero sinceras: el miedo a morir, la angustia de vivir, la inanidad de las pasiones... lo normal en estos casos, tampoco soy tan raro. Finalmente, hice balance de las injusticias que gobiernan el mundo y elegí la más dolorosa: esa, tan criminal, que se sustancia en el hecho de follar menos -tantas veces, ay, infinitamente menos- de lo que uno se merece. 
      Cuando estuvo todo en la olla, le di al “Intro”. 
      El bicho, por fin, se puso en marcha. 
      Veinte minutos más tarde paría lo que campea abajo. El remedio a cualquier clase de dolor. LA RECETA. O, como se consignaba en lo alto del recibito que la máquina me alargó, la Solución Final. 
      Fue así, por gracia de una máquina, como empezamos a producir poesía en nuestra pequeña fábrica.
      Confío en que os será útil.






Solución Final



Elija una mujer cualquiera, guapa 
a ser posible, con el culo duro 
y la piel fina, y un lugar seguro 
entre las patas que haga vez de tapa 

cuando sienta que el tiempo se le escapa 
y, con él, la esperanza de un futuro 
mejor. Y el día en que se vuelva oscuro 
el mar de cada instante, y una grapa

en los cojones -o algo así- el dolor 
por dentro, sea el hombre noble y recto 
que abraza su destino: ordene, grave, 

que ella le coma el nabo. Sin amor. 
Y así, como quien aguarda al efecto 
de un veneno, espere a que todo acabe.