lunes, 4 de abril de 2022

El año del hambre

    Probablemente sea el fantasma más popular de cuantos pueblan la memoria colectiva. De niños, casi todos oímos a nuestros padres o a nuestros abuelos hablar de él al tiempo que nos afeaban un mohín de inapetencia frente al plato lleno. Y, aunque usó en cada lugar un disfraz distinto y un modo particular de descargar su hachazo, y aunque en unos casos fue este o aquel y en otros el anterior o el siguiente,  en todas partes dejó la firma de una ferocidad y una congoja inconfundibles.

    Si hubo alguna vez un sacamantecas digno de ese mote y ese oficio, fue él.

    Al pueblo de mi padre llegó en el invierno de 1945 a 1946. Este es su testimonio.






 El hambre que trajo el año 46 no es para ponerla en un escrito. Mejor idioma sería la angustia de tantas noches pasadas en blanco por esos campos en busca de qué robar, y la cuenta de los muertos que se llevó por delante. No hablo por hablar: solo en Albendín, mi pueblo, hubo más de veinte. A varios de ellos los vi yo gastarse de día en día. Uno -acaso uno y medio- vivían en mi calle.

1945 había sido un año de mucha sequía. Esa desgracia yermó sobremanera los sembrados. Buena parte de las sementeras ni siquiera llegaron a echar la espiga, y tres cuartos de lo mismo pasó con las legumbres. Los pueblos como Albendín dependían por completo de esas cosechas; junto con las huertas y los olivos eran su única riqueza, restados cuatro bares y cuatro tiendas. Faltándole eso, sobra decir que al pueblo le faltó aquel año lo necesario, circunstancia que tardó luego muy poco en pasarle factura. A medida que discurrían los meses y se agotaban las provisiones, la tristeza, en efecto, esa tristeza sorda y viscosa, con naturaleza de pegamento, que acompaña de ordinario a la escasez, fue instalándose a sus anchas en las despensas y en los cuerpos. Lo hizo imitando en todo el modo de operar de las plagas en los cultivos, callada pero implacablemente, sin exhalar más estridencia que el sentimiento de frustración frente a la alacena y las carnes cada vez más escurridas, frente a las mesas y los estómagos cada vez más solos, frente a los mutis del tocino en uno y otro sitio. Cuando llegó el invierno, ya no quedaba en los graneros nada de lo poco que se había criado ese año, ni reservas del anterior. No había trigo, ni cebada, ni garbanzos, ni lentejas... A partir de ahí, del modo más natural, como empieza el mar cuando la tierra se acaba, empezó el hambre.

Nosotros teníamos sembradas más de veinte fanegas entre cebada y trigo, don Gregorio Sánchez le había cedido el terreno a mi padre por la mitad de la cosecha. Pero no hubo caso: fue esta tan escasa y mala que no mereció la pena segarla. “Mira, Domingo -le dijo don Gregorio a mi padre-, lo que hay no da ni para jornales. Si te encarta, recoge con tu familia lo que puedas y quédatelo, este invierno te vendrá bien. A mí no hace falta que me des nada.” Puso entonces mi padre a todos sus hijos a hacer la siega, que no pudo ser más lastimosa. Buena parte de la cebada no se podía cortar de lo menguada que estaba, y tuvimos que arrancarla a manojos, como si fuesen hierbajos. En la mayor parte de lo sembrado, lo mismo en la cebada que en el trigo, ni siquiera llegó a brotar la espiga; aun así lo recogimos todo. “No quiero que se pierda nada, para algo valdrá”, fue el corolario con el que se acostumbró mi padre a tapar la evidencia de que trabajábamos para el obispo cada vez que alguien protestaba. Yo tenía trece años y me acuerdo como si fuera hoy: dejamos la sementera pelada. Don Gregorio nos prestó luego unos mulos con los que llevamos la cosecha hasta la era de su cortijo, allí la trillamos, mis hermanos mayores ablentaban, y Antonio y yo pasábamos el rastrillo por el pez de la tolva para sacar las granzas. Creo que juntamos unas ocho fanegas de trigo y doce de cebada. Además de toda la paja: teníamos entonces un burro, y ese año fue su alimento.

Los meses de invierno, como todos se temían, fueron terribles. Los más pobres solo siendo también los más fuertes, o los más afortunados -o los más ladinos-, consiguieron salir del envite con las carnes en su sitio. En su caso, las cartillas de racionamiento, que daban derecho a comprar un poco de lo esencial cada día, aceite, pan, garbanzos..., apenas si ayudaban: muchos no tenían con qué pagar ni siquiera eso. A falta de otra cosa que empeñar, la gente sacaba para los cupones de la comida después de vender los del tabaco. Y, cuando también eso se acababa, sencillamente, tocaba pasar hambre... Y dormir de día, para poder salir de noche a vendimiar furtivamente por la fincas de los alrededores el sustento del día siguiente.

Ya en primavera los campos trajeron algún remedio en forma de plantas silvestres y forrajes que el hambre atrasada volvió de pronto comestibles. Con los cardillos de burro había quien preparaba ensaladas, y quien arrancaba los cardos cuca antes de que echaran pinchos para comerse las raíces y los tallos. Hasta los jaramagos se llevaron a la cocina los más valientes ese año, yo vi a alguno serlo del todo y hasta el extremo de hacer de la necesidad virtud asegurando que no había cosa más rica.

        En mi casa no llegamos a pasarlo del todo mal. De la familia, acaso quien más padeció fue mi hermano Domingo, que por aquel entonces tenía ya dos hijos, Dominguín y Francisco. Mi padre le hacía llegar de tanto en tanto acelgas o espinacas de la huerta. Y, en cierto momento, cuando la cosa se puso muy fea, habló con Antonio el Rubio, un vecino que criaba vacas de leche, para que le diera un litro cada día, bajo promesa de que si su hijo no se lo podía pagar más adelante, él mismo lo haría. En los pueblos entonces se estilaba eso mucho: comprar fiado en invierno y pagar en verano, cuando llegaba la siega y, con ella, los jornales y el dinero para todos. Además de los pobres de solemnidad, fueron por esa razón los vecinos que criaban fama de malos pagadores los que acabaron subiendo ese invierno la cuesta del hambre por la parte más empinada.

A mediados de mayo empezaron a ponerse las cebadas de color y la situación fue tomando otro aire. Apremiada por la necesidad, la gente segaba las mieses aún en agraz y las ponía a secar al sol por ahorrarse la paciencia de dejarlas madurar y verlas convertidas en comida lo antes posible. El resultado era un pan infame, que pasaba como una trilla por la garganta de las muchas raspas que llevaba. Ni que decir tiene, era también un pan -milagros del hambre- que sabía a gloria.

Finalmente, en junio, con los primeros frutos de la nueva cosecha bien granados, las penurias empezaron a disiparse. Volvió el trabajo a los campos y la alegría a las despensas. El año 46, a diferencia del anterior, vino con una cosecha espléndida, o esa impresión se tuvo en aquel momento, hoy ya no me atrevería a asegurarlo: tras de tanta calamidad, cualquier cosa que no fuera carecer de lo esencial se confundía entonces fácilmente con la abundancia.

        De lo que fueron aquellos días sin nada, pero, sobre todo, de lo que fueron aquellas noches y aquellos campos llenos de gente sin dónde caerse muerta, obligada a llevar a casa algo de comer como fuera antes de que amaneciera, dará idea lo que nos pasó a mi hermano José Luis y a mí una vez que fuimos a robar habas al cortijo Morana. Íbamos muchos, por lo menos un grupo de seis o siete, pero del único que me acuerdo es de mi hermano. Sí sé que llevábamos muy poca luna, y que apenas se veía a unos pasos de distancia. Cuando nos disponíamos a pasar por medio de una sementera muy crecida, oímos voces, y nos escondimos entre el trigo, a diez o doce metros del camino. A medida que los caminantes se acercaban, fue ganando su conversación volumen y claridad suficientes como para que alcanzáramos a reconocerlos. Comprendimos que era gente de Albendín, y salimos a su encuentro. En el grupo iba un medio amigo mío, “Pitilillo”, un muchacho tres años mayor que yo. Venía el hombre en calzoncillos blancos; sin pantalones, me refiero. “¿Qué te ha pasado?”, quisimos saber. Nos contó que había estado robando habas, y que, con el saco a medio llenar, lo habían sorprendido los guardas. Se habían quedado estos con el saco, como es natural, y él con un palmo de narices que enseguida empezaron a escocerle como un sopapo en mitad de su orgullo. “Como hay dios que llevo hoy habas a mi casa”, se medicó. Y, efectivamente, poco más tarde volvió a intentarlo. A falta de otra cosa, usó esta vez como saco sus propios pantalones, después de atarlos por la parte del pernil. Casi los había llenado, cuando volvieron a aparecer los guardas, que procedieron del mismo modo, solo que en esta ocasión acompañando su chulería de chistes y risitas aún más que de amenazas. “Y así me he quedado, ya veis -resumió-, sin habas y sin pantalones.” Por el grupo de Pitilillo supimos que estaba esa noche el campo muy concurrido, y que difícilmente podríamos rascar nada que mereciera la pena por aquella parte. A pesar de todo nos llegamos hasta la finca en cuestión. Allí, guarecidos tras de unas chumberas, esperamos hasta que empezó a amanecer. Cuando nos convencimos de que no había guardas cerca, nos abalanzamos sobre las habas y cargamos cuanto pudimos, no mucho, esa es la verdad: fresca todavía la crónica de Pitilillo, el miedo a correr su misma suerte hizo que, al menos por esa noche, aun más que la codicia nos apretaran las ganas de aligerar.

En invierno y hasta bien entrada la primavera, eran los habares de los pocos cultivos que rendían algo más que promesas para el futuro. De ahí que, junto con el de sus vainas, terminaran todos criando, en mayor o menor medida, aquel otro fruto: el de tantos y tantos espontáneos resueltos a esquilmarlos a poco que se les presentara la ocasión de hacerlo. De ahí, también, que se los pertrechara de tanta vigilancia. Había noches en que, sumados los unos a los otros, los ladrones a los guardas, irradiaba la oscuridad y, dentro de ella, el silencio en que dormían las matas, una animación tan atravesada de latencias, un efluvio tan de plaza en domingo, que resultaba imposible cruzar aquellas horas de la madrugada sin contagiarse de cierto espíritu verbenero. Saquear sembrados se volvió en esa época un ejercicio excitantísimo, acaso porque a partir de cierto momento, en cuanto los robos se convirtieron en el pan de cada día, fue también muy peligroso. Pinchados por los dueños de las fincas, que veían cómo se las desvalijaban noche tras noche, los guardas alumbraban en muchos casos auténticos perros de presa, prontos a cebarse en el desgraciado de turno con rencor de lacayo resabiado. No exagero: en Albendín, los de un cortijo al que le decían El Donadío incluso llegaron a matar a un muchacho.

El caso fue muy sonado en la época, acabó en los tribunales, y se sustanció en juicio y condena. Sucedió que una noche dos guardas del cortijo sorprendieron al chico en medio de las habas. Aunque solo tenía doce o trece años, la emprendieron con él a golpes como si de una fiera se tratara, no pararon hasta que lo dieron por muerto. Lo tiraron luego al medio de unos trigos, y regresaron al cortijo a maquinar el plan con que tapar la fechoría. Dos días más tarde, cuando ya lo tenían bien rumiado, volvieron al lugar para descubrir que, allí donde recordaban haber dejado al muerto, no quedaba nada, solo un reguero de sangre que se perdía entre las mieses. Lo siguieron. Hallaron lo que buscaban a unos cien metros de distancia, los que el muchacho había cubierto arrastrándose, antes de morir de verdad. Cuando amaneció el cadáver estaba colgado de un olivo. La idea era simular que se había ahorcado por su propia mano.

Nada más se supo del asunto hasta que, tiempo después, el padre del muerto, un hombre sin ningún recurso que dio la casualidad de que tenía a un hermano viviendo en nuestra misma calle Sol, se acercó a pedir a El Donadío y vio allí, colgada de una percha, la capacha que llevaba su hijo cuando murió, y que él mismo había tejido. Al pronto, allí, en el cortijo, no dijo nada, pero cuando llegó a Noguerones, su pueblo, se lo contó todo a un familiar, que, a su vez, le refirió el caso a un guardia civil de Albendín con el que tenía amistad; Juanón le decían a este último. El guardia informó al cabo, que, no bien lo supo, se presentó con el padre en el cortijo. La capacha aún seguía en el mismo sitio, colgada de la pared entre otras muchas. El padre la señaló. “¿De quién es esta capacha?”, preguntó el cabo en cuanto hubo reunido a quienes en ese momento estaban en la casa. Alguien contestó: “Del guarda”. Había en el cortijo dos guardas, se trataba del más joven Lo mandaron a buscar, y se lo llevaron al cuartel de Albendín. Allí dicen que le hicieron poco más o menos la mitad de lo que él había hecho con el muchacho semanas atrás. Confesó, naturalmente. Contó que el niño había intentado defenderse para que no le quitaran la capacha llena de habas, y que entonces ellos la emprendieron a garrotazos con el desgraciado hasta que dejó de moverse. También dijo que él en realidad no quería hacer lo que hizo, pero que su compañero, mucho mayor que él, lo obligó. Fue lo que alegó después, en el juicio. Al menos eso se decía por el pueblo, uno de los pocos sitios donde se comentó el asunto, dudo mucho de que la noticia llegara a los periódicos: a los que sí tenían para comer no les hacía gracia ver a nadie abonando la impresión de que los señoritos se cobraban las habas que les robaban con la vida de niños de trece años. Crímenes como aquel solo transcendían entonces empujados por el boca a boca. La mayoría ni siquiera se investigaban seriamente; si la casualidad no los resolvía por sí misma, se enquistaban entre la indiferencia de unos y el miedo de otros, y pasaban antes o después a ocupar plaza de leyenda en el sentimiento de todos. En aquel caso sí hubo un proceso; condenaron a los verdugos a seis o siete años de cárcel, quiero recordar. El más joven de los guardas terminó casándose con la hija del director de la prisión, o eso decían, y el otro volvió a trabajar en El Donadío una vez estuvo en la calle. En cierta ocasión incluso se paseó por Albendín alardeando de su proeza. Yo lo vi. Fue una noche de verano a principios de los 50, rondaría yo los dieciocho o veinte años. Me encontraba en lo de Victoriano, el salón de baile que había en la calle Luque, cerca de la iglesia. Cuando se corrió la noticia de que aquel tipejo andaba por el pueblo desparramando barbaridades, fui a ver qué pasaba. El hombre estaba en un bar, borracho. Era un pelele de tres cuartas, no medía más. Tenía, eso sí, tanto de chulo y de hazañero como de poca cosa, se había puesto a faltar a la gente y a decir que lo mismo que había despachado al chaval estaba dispuesto a despachar a quien se le pusiera por delante. En cierto momento, los vecinos, enrabiados, lo encimaron y se liaron a contarle cada hueso del cuerpo. Al alboroto acudió el cabo con un guardia. En cuanto supo de qué iba el caso, trincó al borracho, se sacó el cinturón de las cinchas, y lo arrastró fuera del pueblo al tiempo que sumaba sus propios azotes a los de la paliza que el otro ya llevaba puesta. “No quiero verte el pelo por aquí nunca más”, le recetó, con el último cinturonazo, a la altura del puente donde terminaba entonces el pueblo. De todo fui yo testigo, ya digo.

        Curiosamente, unos días antes de que mataran a aquel muchacho, nos trincaron a mi hermano Antonio y a mí en el mismo habar. Habíamos estado antes en El Bajuén, otro cortijo, a tres kilómetros de El Donadío, pero merodeaba esa noche por allí tanta gente que no hubo manera de meterle mano. Se nos ocurrió entonces acercarnos hasta El Donadío. Allí la cosa parecía mucho más tranquila. Nos metimos en el habar hasta unos cincuenta metros de la linde. Antonio recogía con una talega, yo con un macuto que me acompañaba desde los años de la guerra, en La Mimbre; y, cuando los teníamos llenos, íbamos a vaciarlos a un saco que quedaba en medio de los dos. Lo llevaríamos por la mitad cuando sentimos hablar a alguien, y, casi al instante, unos bultos acercándose hacia nosotros. Nos tiramos al suelo. Eran tres personas. La noche estaba muy oscura, y para ver a un palmo había que fijarse mucho. Pasaron a nuestro lado sin reparar en nada, aunque tan cerca que a punto estuvieron de pisarnos. Lo que ellos no sintieron lo sintió sin embargo el perrillo que los acompañaba, una rata, poco más, que se quedó de plantón, ladrando a la altura de Antonio. Los guardas dieron entonces marcha atrás y nos descubrieron. Uno de ellos me cogió del cuello de la chaqueta. “Levántate, hombre”, me dijo. Junto con lo que había dentro, nos quitaron la bolsa y el macuto, y mira que se nos secó la boca pidiéndoles que al menos nos dejaran eso. Antes de echarnos, filosofaron: “Si sabéis lo que os conviene, no volveréis”. Hicimos como que nos íbamos, pero en cuanto nos convencimos de que ya no nos sentían, dimos marcha atrás y nos escondimos otra vez. Dejamos pasar luego un rato, y regresamos para buscar el saco. Ya no estaba. O no fuimos capaces nosotros de encontrarlo, lo mismo da. Lo cierto es que al amanecer nos presentamos en casa sin nada, y que pocas frustraciones valían tanto como aquella para ennegrecer un día que empezaba. 

          Peligros crecidos de la necesidad de buscar comida y en los ardores de tantas noches en vela hubo muchos entonces. Pero el recuerdo de aquel invierno que vence hoy en mi memoria a todos los demás es de otra pasta, mucho más sucia. Antes que un hecho, contiene una insinuación apenas, cierto que la más retorcida. Nace de una escena casi trivial -un puñado de hombres en un cuarto, esperando, mudos, de pie-, tras de la cual queda una noche que yo no viví, una noche muchísimo más oscura que todas aquellas noches sin luna del invierno del hambre.

Ese día habíamos estado Antonio y yo rebuscando aceitunas por la parte de Los Reventones. Entonces en la finca no teníamos olivos, estaba sembrada de cebada y trigo, así que anduvimos batiendo las de alrededor, propiedad de don Gregorio Sánchez. Encontramos a Francisco cavando en nuestra parcela, y le dimos las aceitunas para que se las llevara a casa en el burro. Habría siete u ocho kilos, no más, nada para lo que nos había costado juntarlas. Tomó él camino del pueblo y, a la entrada, en Las Peñuelas, lo paró una pareja de la Guardia Civil: tal y como solían hacer a menudo se habían puesto allí de plantón, y andaban registrando a todo el que pasaba. Vieron las aceitunas, y quisieron saber de dónde habían salido. Francisco lo contó y se las requisaron, claro que no sin antes cargarlo con el mandado de que nos presentáramos esa misma noche Antonio y yo en el cuartel, para rendir cuentas en primera persona ante el cabo. Y lo mismo les recetaron, por lo visto, a todos los que pillaron ese día con algo en la capacha.

Por la tarde, aunque ya de noche cerrada -sería diciembre, tal vez enero-, tiramos los dos hermanos camino del cuartel. Era este entonces una casa del estilo de las demás, algo más grande. A la entrada tenía un zaguán con dos habitaciones a los lados, y un pasillo muy largo en medio que yo nunca llegué a cruzar. En el cuarto de la izquierda estaba el despacho del cabo. Cuando entramos ya había dentro cuatro o cinco vecinos esperando, uno de ellos Gregorio el Ventajillas, el padre de mi amigo Manolo el de Patrocinio; luego, ya con nosotros allí, llegaron dos más. El lugar tendría unos quince o veinte metros cuadrados. Estábamos todos de pie, en un silencio que hacía sonar la respiración de cada uno de los presentes como el aire en las ventiscas. El cabo apareció pasada una media hora, antes vino un guardia civil al que le decían el Loquillo. Se presentó vociferando: “Mirad lo que tiene el cabo aquí para el que no diga la verdad!” y, abriendo una alacena, sacó de dentro un vergajo a estrenar. Lo sacudió en el aire, y aquella cosa zumbó como un animal ansioso por hincar los dientes. Después nos miró a todos, con más detenimiento a los hombres hechos y derechos que a nosotros, apenas dos muchachos, Antonio de dieciséis y yo de trece años, y se detuvo en uno en particular, a quien preguntó: “¿Usted va a decir la verdad?”. El hombre contestó, muy serio: “Sí, yo diré la verdad”. Pasó luego al que había al lado, y volvió a preguntar: “¿Usted va a decir la verdad?”. Volvieron a contestar: “Sí, yo diré la verdad”. Y así uno a uno con todos, salvo nosotros.

Cuando llegó el cabo, lo primero que hizo fue tirar el tricornio sobre la mesa de la estancia contigua; lo vi a través de la puerta, que quedó entreabierta. No sé por qué, esa imagen la tengo grabada a fuego: el tricornio acaba de caer sobre la mesa. Después, se diría que sorprendido de toparse allí a dos muchachos, se dirigió a Antonio y a mí: “¿Vosotros a qué habéis venido?”. Le explicamos lo sucedido por la mañana, y que teníamos permiso de don Gregorio Sánchez para rebuscar aceitunas en sus fincas. “Decidle a vuestro padre que mañana mismo me traiga ese permiso por escrito”, zanjó, y mandó que nos fuéramos. Al día siguiente, mi padre se llegó a Baena y don Gregorio le firmó un documento por el que le daba permiso para rebuscar cuanto quisiera dentro de sus propiedades.

Nosotros salimos esa noche del cuartel tal cual, pero los que se quedaron dentro tuvieron menos suerte. Les dieron palos hasta detrás de las orejas. A Gregorio el Ventajillas lo dejaron en tal estado que no pudo valerse por sí mismo: hubieron de devolverlo a rastras y entre varios a su casa, que estaba a cuatro por encima de la mía. Acaso la paliza se juntó con el hambre y la debilidad que el pobre hombre traía de atrás, lo cierto es que al cabo de unos días murió. 

La vida de una persona pobre valía muy poco en aquellos tiempos; en determinadas circunstancias, nada. Los señoritos apretaban mucho a los civiles para que persiguieran a los muertos de hambre que les vaciaban los cultivos. Y un señorito con tres cortijos no era cualquier cosa. Durante la guerra, en la zona de Baena, muchas de sus denuncias se habían rematado de un tiro, al borde de una cuneta o frente a la tapia del cementerio. En la plaza del Ayuntamiento de Baena, durante los primeros días de la contienda, habían ejecutado a cientos y cientos de personas, miles según la comidilla que corría en voz baja, puestos en fila y boca abajo en el suelo, de un tiro en la nuca. Se decía que habían corrido auténticos ríos de sangre por las calles, yo se lo oí decir muchas veces a la Flora, mi cuñada, la mujer de José Luis, que por aquel entonces estaba de sirvienta en una casa de la misma plaza. Pues bien, casos hubo en que el dedo de un señorito había servido para salvar o para condenar sobre el piso de la plaza, eso bien presente lo tenían los guardias, que no dejaban caer en saco roto ni sus quejas ni sus amenazas. Los hilos que movía un señorito podían ponerle las peras al cuarto al más pintado, sobre todo si se trataba de un triste cabo en una pedanía de mala muerte, acusado de indolente o de blando. Porque ahí no cabía otra, en pueblos como Albendín, cuando alguien con corbata iba a pedirle explicaciones al jefe de cuartel, este sobre todo debía rendir cuentas de las palizas que no daba. A ese mismo cabo que puso a Gregorio el Ventajillas a descansar para siempre se le oyó decir una vez que, antes que ver a sus hijos pasando hambre, estaba dispuesto a limpiarle el forro a quien fuera menester: por lo visto, un señorito lo acababa de acusar de incompetente, antes de poner precio a sus galones. A juzgar por los palos que se daban en el pueblo, más que lentejas por un duro, era, no había duda, un hombre de palabra.

En general, la gente en Albendín les tenía a los guardias civiles un miedo visceral. La inmensa mayoría prefería cruzarse con un toro bravo antes que con uno de ellos, y lo razonaba de un modo que iba a misa: de un toro podías escapar subiéndote a un árbol, pero, si caías en el camino de un guardia, y este te decía “ven acá”, ay, amigo, entonces no te quedaba más remedio que rezar para que la cornada no te atravesara los hígados. La palabra del cabo, sencillamente, era ley. Y esa autoridad se extendía a todo lo que tuviera que ver con el Cuerpo en cualquier esfera de la vida cotidiana, incluso en las más alejadas de los dominios por donde campaban; entre las mujeres, en la fuente, por ejemplo. Las mujeres de los guardias, las civileras, como les decían, jamás guardaban cola: cuando llegaban con sus cántaros, las demás se apartaban para que pudieran ellas ponerse delante de quien estuviera la primera en medio del silencio de todas, porque nadie chistaba. Era la mujer de un guardia civil: a través de su sombra, respiraba la de su marido.

        Total, que entre la miseria y la Guardia Civil, que llevaba hasta el final la labor en que aquella se quedaba a medias, el pueblo se debatió ese invierno en un constante sinvivir del que, de vez en cuando, como de un grifo mal cerrado, goteaba un muerto. Además de Gregorio el Ventajillas, en la calle Sol murió aquel año otra persona, esta vez solo de hambre, yo la vi consumirse lentamente, día a día. Era un hombre de unos cincuenta años, el único en toda la calle, lo recuerdo como si lo tuviera enfrente, que gastaba sombrero cordobés, un tipo alto, muy alto, y también muy raro, se llamaba Antonio. Vivía justo en la casa que había por encima de la nuestra, pared con pared. Había sido hijo único, y llevaba una vida muy solitaria, apenas si tenía relación con nadie, en eso había salido a su madre, Remordica, que, hasta que murió, unos años antes que él, estuvo siempre metida en casa, yo creo que no la llegué a ver nunca. Tenían las ventanas cerradas a todas horas, la fachada muy sucia, y la puerta trancada bajo llave, algo muy raro en un pueblo como el nuestro, en el que las casas quedaban siempre abiertas, incluso de noche. Precisamente ahí, en el quicio de su puerta, fue donde ese hombre murió. Un día, María la de la Paz, una vecina, entró en nuestra casa para preguntarnos si sabíamos qué le pasaba a Antonio. “Le asoman los pies por la puerta, pero no se mueve”. Nos acercamos a ver. Estaba sentado en el suelo, a medio recostar, la espalda apoyada en la pared, todo huesos, los ojos abiertos, rígido.

Otro que murió de hambre y conocía yo bien fue el padre de Rafalillo, un muchacho de la quinta de mi hermano Francisco al que le decían “Parió mi gato”. No era joven, tendría ya sus sesenta años por lo menos. Era de los más pobres del pueblo, su único bien consistía en una casita muy pequeña; no tenía más, ni huertas ni tierras que labrar. Aumentaba su desgracia el hecho de que su hijo, “Parió mi gato”, fuera mutilado de guerra, el pobre tenía pegado un tiro en el cuello. En el caso de otros, eso habría sido poco menos que una garantía de supervivencia, pero él había estado con los rojos, así que no cobraba pensión alguna. En su último día de vida se llegó a contar entonces que este pobre hombre pidió un pedazo de pan, y que un vecino, movido por la compasión, se lo acercó a la cama. Así murió, con el mendrugo en la mano, sin llegar a morderlo.

También murió de hambre el padre de la chica que luego acabaría casándose con mi compadre el Culón. Pero yo a ese hombre apenas si llegué a conocerlo.

Era como fantasmagórico el espectáculo de la agonía por hambre, acaso porque mataba esta con cuchillo de palo, muy lentamente, estampando su firma sobre la carne devastada con detalle escalofriante. A los moribundos se les ponía la cara de cartón, las mejillas atravesadas de una especie de escurriduras que tiraban de las patillas hasta dejarlas cosidas a las esquinas de la boca. Aunque algunos, a fuerza de muchos cuidados, sobrevivieron a esa demacración, en la mayor parte de los casos, cuando aparecía, valía por un aviso de la fatalidad: había llegado la hora de prepararse para lo peor. Entonces a las cosas se les ponían nombres sencillos: lo llamaban “la señal de la muerte”.

         Con todo lo que he contado de ese invierno del 46, aún creo que me quedo corto. Hambre, miseria, palos, piojos... Piojos a punta de pala, tengo la impresión de que hablé de los piojos menos de lo debido. Pero, sobre todo, aquí y allá, gente en las últimas. De mil maneras distintas. Gente arrancándole la basura a los rincones, comiendo despojos acreditados como heces, convirtiendo en comida las cáscaras, las peladuras, los hierbajos. Gente cayéndose de agotamiento por la calle. Hombres como castillos peleándose con sus hijos por un pedazo de pan, por una lechuga. Sí, por una lechuga. Yo lo vi, en Albendín, en mi pueblo. Vi cosas como esas, calamidades que solo crecen a las puertas del infierno.