lunes, 2 de mayo de 2022

Amar cabras

Lo de hoy precisa de poca introducción. Si acaso, bastará con colgar aquí uno de esos carteles que sirven para advertir a los blandos de que lo que viene a continuación podría herir su sensibilidad.

Así que ya estáis avisados. Si decidís seguir adelante, andad con ojo, en especial cuando lleguéis a cierta escena particularmente turbadora -esa que pinta a las cabras alejándose calle abajo- entremetida a muy mala idea en el relato: podríais romperos la crisma al intentar cruzarla. O dicho de otro modo: si después de leerla no os echáis a llorar como becerros acuchillados, os devolvemos el dinero.

Os pongo en antecedentes. Nuestro héroe acaba de cumplir diecisiete años. Ha pasado los tres o cuatro últimos  de su vida trabajando como pastor, cuidando las cabras de la familia, y aborrece el oficio. Un día convence a su padre para que venda el rebaño, y consigue quitarse por fin ese yugo de encima. Solo que -oh- conoce el corazón tantísimas razones que la razón ignora...




...Me aterrorizaba la idea de ser cabrero toda la vida; y tampoco quería vivir hecho un esclavo sometido a las labores del campo, deslomado de sol a sol. Yo tenía otras expectativas. Yo tenía ambiciones... Un día se lo expliqué a mi padre, más o menos. Le dije que las cabras no eran lo mío, y cuánto deseaba dejar el oficio. Supongo que se cansó de oírme a todas horas con la misma queja en la boca; lo cierto es que al final me hizo caso y las vendió. Aunque no sin antes dejarse caer con un “te acordarás de ellas”, a modo de admonición: el hombre no concebía para mí otro futuro que no fuera el más desabrido.

Se equivocó. Nunca me arrepentí, al contrario. Pero admito que, en cierto sentido muy distinto al que quiso dar a sus palabras, sí que acertó, y de lleno. Quiero decir que, cuando vendió la piara, un día del mes de mayo del año 50, y vi salir de casa a las cabras para siempre... Dios, entonces cómo lloré. Como no lo había hecho ni siendo niño. No, no es que temiera lo que me esperaba a partir del día siguiente, trabajar la tierra en la huerta, en Los Reventones, o a jornal... No, qué va. Lloraba porque veía cómo otro se llevaba los animales que habían sido mi compañía durante años, y con ellos tantos recuerdos tiernos y felices. De pronto, me sentía unido a mis cabras por un tejido de hilos secretos que hasta entonces las servidumbres del oficio habían tapado. Aguanté en la puerta de casa, mirándolas con los ojos imantados a través de las lágrimas, mientras se alejaban calle abajo, y hasta que doblaron la esquina de la calle Nueva. Iban todas juntas. Oyendo sus últimos berreos, se me echó encima, de golpe, todo el tiempo pasado a su lado, tantos años... por lo menos cuatro. Y sentí por cada una de ellas una compasión infinita. Recordé los primeros días... Volví a ver a la Naranjita, que tenía ya ocho o diez años, y fue la primera cabra que compramos y, por tanto, la madre y abuela de las demás. Y vi también a las hijas de su primer parto, la Tuerta y la Golondrina; y a las que tuvo al año siguiente, un macho y una hembra, Regalito le puse a la cabritilla, al macho lo matamos para comer. Y a todas las que llegaron al tercer año, con los primeros partos de la Golondrina y la Tuerta, y otro más de la Naranjita...

Aunque por todas sentía pena, antes que a ninguna otra me dolía perder a la Golondrina, que era una cabra muy nerviosa, pero también muy dócil y muy lista, muy enseñada. Cada vez que cerraba los ojos se repetía en mi memoria la misma escena: yo llamándola, y ella berreando y acercándose al trote para darme con el hocico en la mano e incitarme de ese modo a que la acariciara, como lo habría hecho un perro. Cuando cogí las fiebres de malta, allá por los dieciséis años, y fue Antonio, durante los once meses que estuve guardando cama, el encargado de traer y llevar las cabras al campo, lo fue cada día, mi perro, digo, al menos durante un rato. En el momento en que sentía yo a mi hermano cruzar con el rebaño por el pasillo de la casa, yendo o viniendo del corral, gritaba “¡Golondrina!”, y la cabra entraba en mi habitación berreando, para plantar sus manos sobre la cama y lamerme. Lo mismo que un perro, ya digo. Qué buena era. En el campo, solía recoger para ella cebolletas silvestres -a las cabras les encantan-, o espigas de trigo, o habas, la llamaba, y se acercaba corriendo a comer de mi mano. Mientras la veía alejarse, ese día no podía dejar de pensar en el destino que les aguardaba especialmente a ella, a su hermana y a su madre. La Naranjita seguramente iría al matadero: aunque daba todavía bastante leche, era vieja. A la Golondrina quizás la dejaran vivir algún tiempo: era muy lechera, y podría criar dos o tres años más. También la Tuerta daba mucha leche, en eso era como su hermana, aunque solo en eso, el carácter lo tenía muy distinto, era muy traviesa y muy díscola, muy libre. Se había quedado tuerta de cría, después de que se le clavara una punta de espino en el ojo, y cumplía con el refrán: ningún tuerto hay bueno.

Estuve dos días como atontado: no me hacía a estar sin mis cabras. Claro que tampoco pude recrearme mucho más en esa pena: mi padre me mandó del tirón con mis hermanos Francisco y José Luis a cavar a Los Reventones. No era aún tiempo de jornales, de manera que estábamos todos en lo nuestro: o en la huerta o en los olivos de Los Reventones, que entonces eran poco más que plantones y no daban fruto.

El verano de ese año fue muy duro. Estuvimos dos meses de siega. Mi padre le había contratado a Juan el del Villar todo el cortijo, nueve fanegas en total, que segamos entre mis hermanos y yo. De allí nos fuimos a Vadomojón, dieciséis fanegas. Y así durante dos meses. Al principio creí que me moría. Comparada con aquello, la vida del cabrero era jauja. Eso aparte, al lado de mis hermanos, auténticos virtuosos en el manejo de la hoz, yo me sentía un completo inútil. Los primeros días fueron muy humillantes. Intentaba seguirles el paso, pero ellos me dejaban atrás nada más ponernos a la labor. “Tú hazlo bien, que cuando aprendas ya correrás”, me decía una y otra vez Francisco, que era uno de los mejores segadores del pueblo. Eso procuraba. Solo que, cada vez que alzaba la vista y miraba hacia atrás, se me caía el alma a los pies. La fila de mis gavillas daba grima: eran muy pequeñas, y, aunque me afanaba obsesivamente en infundirles algo de prestancia, quedaban siempre igual, hechas un gurruño. Nada que ver con las suyas, llenas y voluptuosas como formas de mujer.

Ese año no segué a jornal. Mis hermanos sí llegaron a echar algunos; pero yo, en cuanto terminó la siega, me fui derecho a la huerta. Me encargaba de cosechar los tomates y las hortalizas -rábanos, lechugas, acelgas, espinacas...-, y de ir luego a venderlos por los pueblos y cortijos de la zona, nunca más allá de Las Máquinas en verano, más lejos en invierno, hasta la parte de Luque.