lunes, 2 de mayo de 2022

Amar cabras

Lo de hoy precisa de poca introducción. Si acaso, bastará con colgar aquí uno de esos carteles que sirven para advertir a los blandos de que lo que viene a continuación podría herir su sensibilidad.

Así que ya estáis avisados. Si decidís seguir adelante, andad con ojo, en especial cuando lleguéis a cierta escena particularmente turbadora -esa que pinta a las cabras alejándose calle abajo- entremetida a muy mala idea en el relato: podríais romperos la crisma al intentar cruzarla. O dicho de otro modo: si después de leerla no os echáis a llorar como becerros acuchillados, os devolvemos el dinero.

Os pongo en antecedentes. Nuestro héroe acaba de cumplir diecisiete años. Ha pasado los tres o cuatro últimos  de su vida trabajando como pastor, cuidando las cabras de la familia, y aborrece el oficio. Un día convence a su padre para que venda el rebaño, y consigue quitarse por fin ese yugo de encima. Solo que -oh- conoce el corazón tantísimas razones que la razón ignora...




...Me aterrorizaba la idea de ser cabrero toda la vida; y tampoco quería vivir hecho un esclavo sometido a las labores del campo, deslomado de sol a sol. Yo tenía otras expectativas. Yo tenía ambiciones... Un día se lo expliqué a mi padre, más o menos. Le dije que las cabras no eran lo mío, y cuánto deseaba dejar el oficio. Supongo que se cansó de oírme a todas horas con la misma queja en la boca; lo cierto es que al final me hizo caso y las vendió. Aunque no sin antes dejarse caer con un “te acordarás de ellas”, a modo de admonición: el hombre no concebía para mí otro futuro que no fuera el más desabrido.

Se equivocó. Nunca me arrepentí, al contrario. Pero admito que, en cierto sentido muy distinto al que quiso dar a sus palabras, sí que acertó, y de lleno. Quiero decir que, cuando vendió la piara, un día del mes de mayo del año 50, y vi salir de casa a las cabras para siempre... Dios, entonces cómo lloré. Como no lo había hecho ni siendo niño. No, no es que temiera lo que me esperaba a partir del día siguiente, trabajar la tierra en la huerta, en Los Reventones, o a jornal... No, qué va. Lloraba porque veía cómo otro se llevaba los animales que habían sido mi compañía durante años, y con ellos tantos recuerdos tiernos y felices. De pronto, me sentía unido a mis cabras por un tejido de hilos secretos que hasta entonces las servidumbres del oficio habían tapado. Aguanté en la puerta de casa, mirándolas con los ojos imantados a través de las lágrimas, mientras se alejaban calle abajo, y hasta que doblaron la esquina de la calle Nueva. Iban todas juntas. Oyendo sus últimos berreos, se me echó encima, de golpe, todo el tiempo pasado a su lado, tantos años... por lo menos cuatro. Y sentí por cada una de ellas una compasión infinita. Recordé los primeros días... Volví a ver a la Naranjita, que tenía ya ocho o diez años, y fue la primera cabra que compramos y, por tanto, la madre y abuela de las demás. Y vi también a las hijas de su primer parto, la Tuerta y la Golondrina; y a las que tuvo al año siguiente, un macho y una hembra, Regalito le puse a la cabritilla, al macho lo matamos para comer. Y a todas las que llegaron al tercer año, con los primeros partos de la Golondrina y la Tuerta, y otro más de la Naranjita...

Aunque por todas sentía pena, antes que a ninguna otra me dolía perder a la Golondrina, que era una cabra muy nerviosa, pero también muy dócil y muy lista, muy enseñada. Cada vez que cerraba los ojos se repetía en mi memoria la misma escena: yo llamándola, y ella berreando y acercándose al trote para darme con el hocico en la mano e incitarme de ese modo a que la acariciara, como lo habría hecho un perro. Cuando cogí las fiebres de malta, allá por los dieciséis años, y fue Antonio, durante los once meses que estuve guardando cama, el encargado de traer y llevar las cabras al campo, lo fue cada día, mi perro, digo, al menos durante un rato. En el momento en que sentía yo a mi hermano cruzar con el rebaño por el pasillo de la casa, yendo o viniendo del corral, gritaba “¡Golondrina!”, y la cabra entraba en mi habitación berreando, para plantar sus manos sobre la cama y lamerme. Lo mismo que un perro, ya digo. Qué buena era. En el campo, solía recoger para ella cebolletas silvestres -a las cabras les encantan-, o espigas de trigo, o habas, la llamaba, y se acercaba corriendo a comer de mi mano. Mientras la veía alejarse, ese día no podía dejar de pensar en el destino que les aguardaba especialmente a ella, a su hermana y a su madre. La Naranjita seguramente iría al matadero: aunque daba todavía bastante leche, era vieja. A la Golondrina quizás la dejaran vivir algún tiempo: era muy lechera, y podría criar dos o tres años más. También la Tuerta daba mucha leche, en eso era como su hermana, aunque solo en eso, el carácter lo tenía muy distinto, era muy traviesa y muy díscola, muy libre. Se había quedado tuerta de cría, después de que se le clavara una punta de espino en el ojo, y cumplía con el refrán: ningún tuerto hay bueno.

Estuve dos días como atontado: no me hacía a estar sin mis cabras. Claro que tampoco pude recrearme mucho más en esa pena: mi padre me mandó del tirón con mis hermanos Francisco y José Luis a cavar a Los Reventones. No era aún tiempo de jornales, de manera que estábamos todos en lo nuestro: o en la huerta o en los olivos de Los Reventones, que entonces eran poco más que plantones y no daban fruto.

El verano de ese año fue muy duro. Estuvimos dos meses de siega. Mi padre le había contratado a Juan el del Villar todo el cortijo, nueve fanegas en total, que segamos entre mis hermanos y yo. De allí nos fuimos a Vadomojón, dieciséis fanegas. Y así durante dos meses. Al principio creí que me moría. Comparada con aquello, la vida del cabrero era jauja. Eso aparte, al lado de mis hermanos, auténticos virtuosos en el manejo de la hoz, yo me sentía un completo inútil. Los primeros días fueron muy humillantes. Intentaba seguirles el paso, pero ellos me dejaban atrás nada más ponernos a la labor. “Tú hazlo bien, que cuando aprendas ya correrás”, me decía una y otra vez Francisco, que era uno de los mejores segadores del pueblo. Eso procuraba. Solo que, cada vez que alzaba la vista y miraba hacia atrás, se me caía el alma a los pies. La fila de mis gavillas daba grima: eran muy pequeñas, y, aunque me afanaba obsesivamente en infundirles algo de prestancia, quedaban siempre igual, hechas un gurruño. Nada que ver con las suyas, llenas y voluptuosas como formas de mujer.

Ese año no segué a jornal. Mis hermanos sí llegaron a echar algunos; pero yo, en cuanto terminó la siega, me fui derecho a la huerta. Me encargaba de cosechar los tomates y las hortalizas -rábanos, lechugas, acelgas, espinacas...-, y de ir luego a venderlos por los pueblos y cortijos de la zona, nunca más allá de Las Máquinas en verano, más lejos en invierno, hasta la parte de Luque.





lunes, 4 de abril de 2022

El año del hambre

    Probablemente sea el fantasma más popular de cuantos pueblan la memoria colectiva. De niños, casi todos oímos a nuestros padres o a nuestros abuelos hablar de él al tiempo que nos afeaban un mohín de inapetencia frente al plato lleno. Y, aunque usó en cada lugar un disfraz distinto y un modo particular de descargar su hachazo, y aunque en unos casos fue este o aquel y en otros el anterior o el siguiente,  en todas partes dejó la firma de una ferocidad y una congoja inconfundibles.

    Si hubo alguna vez un sacamantecas digno de ese mote y ese oficio, fue él.

    Al pueblo de mi padre llegó en el invierno de 1945 a 1946. Este es su testimonio.






 El hambre que trajo el año 46 no es para ponerla en un escrito. Mejor idioma sería la angustia de tantas noches pasadas en blanco por esos campos en busca de qué robar, y la cuenta de los muertos que se llevó por delante. No hablo por hablar: solo en Albendín, mi pueblo, hubo más de veinte. A varios de ellos los vi yo gastarse de día en día. Uno -acaso uno y medio- vivían en mi calle.

1945 había sido un año de mucha sequía. Esa desgracia yermó sobremanera los sembrados. Buena parte de las sementeras ni siquiera llegaron a echar la espiga, y tres cuartos de lo mismo pasó con las legumbres. Los pueblos como Albendín dependían por completo de esas cosechas; junto con las huertas y los olivos eran su única riqueza, restados cuatro bares y cuatro tiendas. Faltándole eso, sobra decir que al pueblo le faltó aquel año lo necesario, circunstancia que tardó luego muy poco en pasarle factura. A medida que discurrían los meses y se agotaban las provisiones, la tristeza, en efecto, esa tristeza sorda y viscosa, con naturaleza de pegamento, que acompaña de ordinario a la escasez, fue instalándose a sus anchas en las despensas y en los cuerpos. Lo hizo imitando en todo el modo de operar de las plagas en los cultivos, callada pero implacablemente, sin exhalar más estridencia que el sentimiento de frustración frente a la alacena y las carnes cada vez más escurridas, frente a las mesas y los estómagos cada vez más solos, frente a los mutis del tocino en uno y otro sitio. Cuando llegó el invierno, ya no quedaba en los graneros nada de lo poco que se había criado ese año, ni reservas del anterior. No había trigo, ni cebada, ni garbanzos, ni lentejas... A partir de ahí, del modo más natural, como empieza el mar cuando la tierra se acaba, empezó el hambre.

Nosotros teníamos sembradas más de veinte fanegas entre cebada y trigo, don Gregorio Sánchez le había cedido el terreno a mi padre por la mitad de la cosecha. Pero no hubo caso: fue esta tan escasa y mala que no mereció la pena segarla. “Mira, Domingo -le dijo don Gregorio a mi padre-, lo que hay no da ni para jornales. Si te encarta, recoge con tu familia lo que puedas y quédatelo, este invierno te vendrá bien. A mí no hace falta que me des nada.” Puso entonces mi padre a todos sus hijos a hacer la siega, que no pudo ser más lastimosa. Buena parte de la cebada no se podía cortar de lo menguada que estaba, y tuvimos que arrancarla a manojos, como si fuesen hierbajos. En la mayor parte de lo sembrado, lo mismo en la cebada que en el trigo, ni siquiera llegó a brotar la espiga; aun así lo recogimos todo. “No quiero que se pierda nada, para algo valdrá”, fue el corolario con el que se acostumbró mi padre a tapar la evidencia de que trabajábamos para el obispo cada vez que alguien protestaba. Yo tenía trece años y me acuerdo como si fuera hoy: dejamos la sementera pelada. Don Gregorio nos prestó luego unos mulos con los que llevamos la cosecha hasta la era de su cortijo, allí la trillamos, mis hermanos mayores ablentaban, y Antonio y yo pasábamos el rastrillo por el pez de la tolva para sacar las granzas. Creo que juntamos unas ocho fanegas de trigo y doce de cebada. Además de toda la paja: teníamos entonces un burro, y ese año fue su alimento.

Los meses de invierno, como todos se temían, fueron terribles. Los más pobres solo siendo también los más fuertes, o los más afortunados -o los más ladinos-, consiguieron salir del envite con las carnes en su sitio. En su caso, las cartillas de racionamiento, que daban derecho a comprar un poco de lo esencial cada día, aceite, pan, garbanzos..., apenas si ayudaban: muchos no tenían con qué pagar ni siquiera eso. A falta de otra cosa que empeñar, la gente sacaba para los cupones de la comida después de vender los del tabaco. Y, cuando también eso se acababa, sencillamente, tocaba pasar hambre... Y dormir de día, para poder salir de noche a vendimiar furtivamente por la fincas de los alrededores el sustento del día siguiente.

Ya en primavera los campos trajeron algún remedio en forma de plantas silvestres y forrajes que el hambre atrasada volvió de pronto comestibles. Con los cardillos de burro había quien preparaba ensaladas, y quien arrancaba los cardos cuca antes de que echaran pinchos para comerse las raíces y los tallos. Hasta los jaramagos se llevaron a la cocina los más valientes ese año, yo vi a alguno serlo del todo y hasta el extremo de hacer de la necesidad virtud asegurando que no había cosa más rica.

        En mi casa no llegamos a pasarlo del todo mal. De la familia, acaso quien más padeció fue mi hermano Domingo, que por aquel entonces tenía ya dos hijos, Dominguín y Francisco. Mi padre le hacía llegar de tanto en tanto acelgas o espinacas de la huerta. Y, en cierto momento, cuando la cosa se puso muy fea, habló con Antonio el Rubio, un vecino que criaba vacas de leche, para que le diera un litro cada día, bajo promesa de que si su hijo no se lo podía pagar más adelante, él mismo lo haría. En los pueblos entonces se estilaba eso mucho: comprar fiado en invierno y pagar en verano, cuando llegaba la siega y, con ella, los jornales y el dinero para todos. Además de los pobres de solemnidad, fueron por esa razón los vecinos que criaban fama de malos pagadores los que acabaron subiendo ese invierno la cuesta del hambre por la parte más empinada.

A mediados de mayo empezaron a ponerse las cebadas de color y la situación fue tomando otro aire. Apremiada por la necesidad, la gente segaba las mieses aún en agraz y las ponía a secar al sol por ahorrarse la paciencia de dejarlas madurar y verlas convertidas en comida lo antes posible. El resultado era un pan infame, que pasaba como una trilla por la garganta de las muchas raspas que llevaba. Ni que decir tiene, era también un pan -milagros del hambre- que sabía a gloria.

Finalmente, en junio, con los primeros frutos de la nueva cosecha bien granados, las penurias empezaron a disiparse. Volvió el trabajo a los campos y la alegría a las despensas. El año 46, a diferencia del anterior, vino con una cosecha espléndida, o esa impresión se tuvo en aquel momento, hoy ya no me atrevería a asegurarlo: tras de tanta calamidad, cualquier cosa que no fuera carecer de lo esencial se confundía entonces fácilmente con la abundancia.

        De lo que fueron aquellos días sin nada, pero, sobre todo, de lo que fueron aquellas noches y aquellos campos llenos de gente sin dónde caerse muerta, obligada a llevar a casa algo de comer como fuera antes de que amaneciera, dará idea lo que nos pasó a mi hermano José Luis y a mí una vez que fuimos a robar habas al cortijo Morana. Íbamos muchos, por lo menos un grupo de seis o siete, pero del único que me acuerdo es de mi hermano. Sí sé que llevábamos muy poca luna, y que apenas se veía a unos pasos de distancia. Cuando nos disponíamos a pasar por medio de una sementera muy crecida, oímos voces, y nos escondimos entre el trigo, a diez o doce metros del camino. A medida que los caminantes se acercaban, fue ganando su conversación volumen y claridad suficientes como para que alcanzáramos a reconocerlos. Comprendimos que era gente de Albendín, y salimos a su encuentro. En el grupo iba un medio amigo mío, “Pitilillo”, un muchacho tres años mayor que yo. Venía el hombre en calzoncillos blancos; sin pantalones, me refiero. “¿Qué te ha pasado?”, quisimos saber. Nos contó que había estado robando habas, y que, con el saco a medio llenar, lo habían sorprendido los guardas. Se habían quedado estos con el saco, como es natural, y él con un palmo de narices que enseguida empezaron a escocerle como un sopapo en mitad de su orgullo. “Como hay dios que llevo hoy habas a mi casa”, se medicó. Y, efectivamente, poco más tarde volvió a intentarlo. A falta de otra cosa, usó esta vez como saco sus propios pantalones, después de atarlos por la parte del pernil. Casi los había llenado, cuando volvieron a aparecer los guardas, que procedieron del mismo modo, solo que en esta ocasión acompañando su chulería de chistes y risitas aún más que de amenazas. “Y así me he quedado, ya veis -resumió-, sin habas y sin pantalones.” Por el grupo de Pitilillo supimos que estaba esa noche el campo muy concurrido, y que difícilmente podríamos rascar nada que mereciera la pena por aquella parte. A pesar de todo nos llegamos hasta la finca en cuestión. Allí, guarecidos tras de unas chumberas, esperamos hasta que empezó a amanecer. Cuando nos convencimos de que no había guardas cerca, nos abalanzamos sobre las habas y cargamos cuanto pudimos, no mucho, esa es la verdad: fresca todavía la crónica de Pitilillo, el miedo a correr su misma suerte hizo que, al menos por esa noche, aun más que la codicia nos apretaran las ganas de aligerar.

En invierno y hasta bien entrada la primavera, eran los habares de los pocos cultivos que rendían algo más que promesas para el futuro. De ahí que, junto con el de sus vainas, terminaran todos criando, en mayor o menor medida, aquel otro fruto: el de tantos y tantos espontáneos resueltos a esquilmarlos a poco que se les presentara la ocasión de hacerlo. De ahí, también, que se los pertrechara de tanta vigilancia. Había noches en que, sumados los unos a los otros, los ladrones a los guardas, irradiaba la oscuridad y, dentro de ella, el silencio en que dormían las matas, una animación tan atravesada de latencias, un efluvio tan de plaza en domingo, que resultaba imposible cruzar aquellas horas de la madrugada sin contagiarse de cierto espíritu verbenero. Saquear sembrados se volvió en esa época un ejercicio excitantísimo, acaso porque a partir de cierto momento, en cuanto los robos se convirtieron en el pan de cada día, fue también muy peligroso. Pinchados por los dueños de las fincas, que veían cómo se las desvalijaban noche tras noche, los guardas alumbraban en muchos casos auténticos perros de presa, prontos a cebarse en el desgraciado de turno con rencor de lacayo resabiado. No exagero: en Albendín, los de un cortijo al que le decían El Donadío incluso llegaron a matar a un muchacho.

El caso fue muy sonado en la época, acabó en los tribunales, y se sustanció en juicio y condena. Sucedió que una noche dos guardas del cortijo sorprendieron al chico en medio de las habas. Aunque solo tenía doce o trece años, la emprendieron con él a golpes como si de una fiera se tratara, no pararon hasta que lo dieron por muerto. Lo tiraron luego al medio de unos trigos, y regresaron al cortijo a maquinar el plan con que tapar la fechoría. Dos días más tarde, cuando ya lo tenían bien rumiado, volvieron al lugar para descubrir que, allí donde recordaban haber dejado al muerto, no quedaba nada, solo un reguero de sangre que se perdía entre las mieses. Lo siguieron. Hallaron lo que buscaban a unos cien metros de distancia, los que el muchacho había cubierto arrastrándose, antes de morir de verdad. Cuando amaneció el cadáver estaba colgado de un olivo. La idea era simular que se había ahorcado por su propia mano.

Nada más se supo del asunto hasta que, tiempo después, el padre del muerto, un hombre sin ningún recurso que dio la casualidad de que tenía a un hermano viviendo en nuestra misma calle Sol, se acercó a pedir a El Donadío y vio allí, colgada de una percha, la capacha que llevaba su hijo cuando murió, y que él mismo había tejido. Al pronto, allí, en el cortijo, no dijo nada, pero cuando llegó a Noguerones, su pueblo, se lo contó todo a un familiar, que, a su vez, le refirió el caso a un guardia civil de Albendín con el que tenía amistad; Juanón le decían a este último. El guardia informó al cabo, que, no bien lo supo, se presentó con el padre en el cortijo. La capacha aún seguía en el mismo sitio, colgada de la pared entre otras muchas. El padre la señaló. “¿De quién es esta capacha?”, preguntó el cabo en cuanto hubo reunido a quienes en ese momento estaban en la casa. Alguien contestó: “Del guarda”. Había en el cortijo dos guardas, se trataba del más joven Lo mandaron a buscar, y se lo llevaron al cuartel de Albendín. Allí dicen que le hicieron poco más o menos la mitad de lo que él había hecho con el muchacho semanas atrás. Confesó, naturalmente. Contó que el niño había intentado defenderse para que no le quitaran la capacha llena de habas, y que entonces ellos la emprendieron a garrotazos con el desgraciado hasta que dejó de moverse. También dijo que él en realidad no quería hacer lo que hizo, pero que su compañero, mucho mayor que él, lo obligó. Fue lo que alegó después, en el juicio. Al menos eso se decía por el pueblo, uno de los pocos sitios donde se comentó el asunto, dudo mucho de que la noticia llegara a los periódicos: a los que sí tenían para comer no les hacía gracia ver a nadie abonando la impresión de que los señoritos se cobraban las habas que les robaban con la vida de niños de trece años. Crímenes como aquel solo transcendían entonces empujados por el boca a boca. La mayoría ni siquiera se investigaban seriamente; si la casualidad no los resolvía por sí misma, se enquistaban entre la indiferencia de unos y el miedo de otros, y pasaban antes o después a ocupar plaza de leyenda en el sentimiento de todos. En aquel caso sí hubo un proceso; condenaron a los verdugos a seis o siete años de cárcel, quiero recordar. El más joven de los guardas terminó casándose con la hija del director de la prisión, o eso decían, y el otro volvió a trabajar en El Donadío una vez estuvo en la calle. En cierta ocasión incluso se paseó por Albendín alardeando de su proeza. Yo lo vi. Fue una noche de verano a principios de los 50, rondaría yo los dieciocho o veinte años. Me encontraba en lo de Victoriano, el salón de baile que había en la calle Luque, cerca de la iglesia. Cuando se corrió la noticia de que aquel tipejo andaba por el pueblo desparramando barbaridades, fui a ver qué pasaba. El hombre estaba en un bar, borracho. Era un pelele de tres cuartas, no medía más. Tenía, eso sí, tanto de chulo y de hazañero como de poca cosa, se había puesto a faltar a la gente y a decir que lo mismo que había despachado al chaval estaba dispuesto a despachar a quien se le pusiera por delante. En cierto momento, los vecinos, enrabiados, lo encimaron y se liaron a contarle cada hueso del cuerpo. Al alboroto acudió el cabo con un guardia. En cuanto supo de qué iba el caso, trincó al borracho, se sacó el cinturón de las cinchas, y lo arrastró fuera del pueblo al tiempo que sumaba sus propios azotes a los de la paliza que el otro ya llevaba puesta. “No quiero verte el pelo por aquí nunca más”, le recetó, con el último cinturonazo, a la altura del puente donde terminaba entonces el pueblo. De todo fui yo testigo, ya digo.

        Curiosamente, unos días antes de que mataran a aquel muchacho, nos trincaron a mi hermano Antonio y a mí en el mismo habar. Habíamos estado antes en El Bajuén, otro cortijo, a tres kilómetros de El Donadío, pero merodeaba esa noche por allí tanta gente que no hubo manera de meterle mano. Se nos ocurrió entonces acercarnos hasta El Donadío. Allí la cosa parecía mucho más tranquila. Nos metimos en el habar hasta unos cincuenta metros de la linde. Antonio recogía con una talega, yo con un macuto que me acompañaba desde los años de la guerra, en La Mimbre; y, cuando los teníamos llenos, íbamos a vaciarlos a un saco que quedaba en medio de los dos. Lo llevaríamos por la mitad cuando sentimos hablar a alguien, y, casi al instante, unos bultos acercándose hacia nosotros. Nos tiramos al suelo. Eran tres personas. La noche estaba muy oscura, y para ver a un palmo había que fijarse mucho. Pasaron a nuestro lado sin reparar en nada, aunque tan cerca que a punto estuvieron de pisarnos. Lo que ellos no sintieron lo sintió sin embargo el perrillo que los acompañaba, una rata, poco más, que se quedó de plantón, ladrando a la altura de Antonio. Los guardas dieron entonces marcha atrás y nos descubrieron. Uno de ellos me cogió del cuello de la chaqueta. “Levántate, hombre”, me dijo. Junto con lo que había dentro, nos quitaron la bolsa y el macuto, y mira que se nos secó la boca pidiéndoles que al menos nos dejaran eso. Antes de echarnos, filosofaron: “Si sabéis lo que os conviene, no volveréis”. Hicimos como que nos íbamos, pero en cuanto nos convencimos de que ya no nos sentían, dimos marcha atrás y nos escondimos otra vez. Dejamos pasar luego un rato, y regresamos para buscar el saco. Ya no estaba. O no fuimos capaces nosotros de encontrarlo, lo mismo da. Lo cierto es que al amanecer nos presentamos en casa sin nada, y que pocas frustraciones valían tanto como aquella para ennegrecer un día que empezaba. 

          Peligros crecidos de la necesidad de buscar comida y en los ardores de tantas noches en vela hubo muchos entonces. Pero el recuerdo de aquel invierno que vence hoy en mi memoria a todos los demás es de otra pasta, mucho más sucia. Antes que un hecho, contiene una insinuación apenas, cierto que la más retorcida. Nace de una escena casi trivial -un puñado de hombres en un cuarto, esperando, mudos, de pie-, tras de la cual queda una noche que yo no viví, una noche muchísimo más oscura que todas aquellas noches sin luna del invierno del hambre.

Ese día habíamos estado Antonio y yo rebuscando aceitunas por la parte de Los Reventones. Entonces en la finca no teníamos olivos, estaba sembrada de cebada y trigo, así que anduvimos batiendo las de alrededor, propiedad de don Gregorio Sánchez. Encontramos a Francisco cavando en nuestra parcela, y le dimos las aceitunas para que se las llevara a casa en el burro. Habría siete u ocho kilos, no más, nada para lo que nos había costado juntarlas. Tomó él camino del pueblo y, a la entrada, en Las Peñuelas, lo paró una pareja de la Guardia Civil: tal y como solían hacer a menudo se habían puesto allí de plantón, y andaban registrando a todo el que pasaba. Vieron las aceitunas, y quisieron saber de dónde habían salido. Francisco lo contó y se las requisaron, claro que no sin antes cargarlo con el mandado de que nos presentáramos esa misma noche Antonio y yo en el cuartel, para rendir cuentas en primera persona ante el cabo. Y lo mismo les recetaron, por lo visto, a todos los que pillaron ese día con algo en la capacha.

Por la tarde, aunque ya de noche cerrada -sería diciembre, tal vez enero-, tiramos los dos hermanos camino del cuartel. Era este entonces una casa del estilo de las demás, algo más grande. A la entrada tenía un zaguán con dos habitaciones a los lados, y un pasillo muy largo en medio que yo nunca llegué a cruzar. En el cuarto de la izquierda estaba el despacho del cabo. Cuando entramos ya había dentro cuatro o cinco vecinos esperando, uno de ellos Gregorio el Ventajillas, el padre de mi amigo Manolo el de Patrocinio; luego, ya con nosotros allí, llegaron dos más. El lugar tendría unos quince o veinte metros cuadrados. Estábamos todos de pie, en un silencio que hacía sonar la respiración de cada uno de los presentes como el aire en las ventiscas. El cabo apareció pasada una media hora, antes vino un guardia civil al que le decían el Loquillo. Se presentó vociferando: “Mirad lo que tiene el cabo aquí para el que no diga la verdad!” y, abriendo una alacena, sacó de dentro un vergajo a estrenar. Lo sacudió en el aire, y aquella cosa zumbó como un animal ansioso por hincar los dientes. Después nos miró a todos, con más detenimiento a los hombres hechos y derechos que a nosotros, apenas dos muchachos, Antonio de dieciséis y yo de trece años, y se detuvo en uno en particular, a quien preguntó: “¿Usted va a decir la verdad?”. El hombre contestó, muy serio: “Sí, yo diré la verdad”. Pasó luego al que había al lado, y volvió a preguntar: “¿Usted va a decir la verdad?”. Volvieron a contestar: “Sí, yo diré la verdad”. Y así uno a uno con todos, salvo nosotros.

Cuando llegó el cabo, lo primero que hizo fue tirar el tricornio sobre la mesa de la estancia contigua; lo vi a través de la puerta, que quedó entreabierta. No sé por qué, esa imagen la tengo grabada a fuego: el tricornio acaba de caer sobre la mesa. Después, se diría que sorprendido de toparse allí a dos muchachos, se dirigió a Antonio y a mí: “¿Vosotros a qué habéis venido?”. Le explicamos lo sucedido por la mañana, y que teníamos permiso de don Gregorio Sánchez para rebuscar aceitunas en sus fincas. “Decidle a vuestro padre que mañana mismo me traiga ese permiso por escrito”, zanjó, y mandó que nos fuéramos. Al día siguiente, mi padre se llegó a Baena y don Gregorio le firmó un documento por el que le daba permiso para rebuscar cuanto quisiera dentro de sus propiedades.

Nosotros salimos esa noche del cuartel tal cual, pero los que se quedaron dentro tuvieron menos suerte. Les dieron palos hasta detrás de las orejas. A Gregorio el Ventajillas lo dejaron en tal estado que no pudo valerse por sí mismo: hubieron de devolverlo a rastras y entre varios a su casa, que estaba a cuatro por encima de la mía. Acaso la paliza se juntó con el hambre y la debilidad que el pobre hombre traía de atrás, lo cierto es que al cabo de unos días murió. 

La vida de una persona pobre valía muy poco en aquellos tiempos; en determinadas circunstancias, nada. Los señoritos apretaban mucho a los civiles para que persiguieran a los muertos de hambre que les vaciaban los cultivos. Y un señorito con tres cortijos no era cualquier cosa. Durante la guerra, en la zona de Baena, muchas de sus denuncias se habían rematado de un tiro, al borde de una cuneta o frente a la tapia del cementerio. En la plaza del Ayuntamiento de Baena, durante los primeros días de la contienda, habían ejecutado a cientos y cientos de personas, miles según la comidilla que corría en voz baja, puestos en fila y boca abajo en el suelo, de un tiro en la nuca. Se decía que habían corrido auténticos ríos de sangre por las calles, yo se lo oí decir muchas veces a la Flora, mi cuñada, la mujer de José Luis, que por aquel entonces estaba de sirvienta en una casa de la misma plaza. Pues bien, casos hubo en que el dedo de un señorito había servido para salvar o para condenar sobre el piso de la plaza, eso bien presente lo tenían los guardias, que no dejaban caer en saco roto ni sus quejas ni sus amenazas. Los hilos que movía un señorito podían ponerle las peras al cuarto al más pintado, sobre todo si se trataba de un triste cabo en una pedanía de mala muerte, acusado de indolente o de blando. Porque ahí no cabía otra, en pueblos como Albendín, cuando alguien con corbata iba a pedirle explicaciones al jefe de cuartel, este sobre todo debía rendir cuentas de las palizas que no daba. A ese mismo cabo que puso a Gregorio el Ventajillas a descansar para siempre se le oyó decir una vez que, antes que ver a sus hijos pasando hambre, estaba dispuesto a limpiarle el forro a quien fuera menester: por lo visto, un señorito lo acababa de acusar de incompetente, antes de poner precio a sus galones. A juzgar por los palos que se daban en el pueblo, más que lentejas por un duro, era, no había duda, un hombre de palabra.

En general, la gente en Albendín les tenía a los guardias civiles un miedo visceral. La inmensa mayoría prefería cruzarse con un toro bravo antes que con uno de ellos, y lo razonaba de un modo que iba a misa: de un toro podías escapar subiéndote a un árbol, pero, si caías en el camino de un guardia, y este te decía “ven acá”, ay, amigo, entonces no te quedaba más remedio que rezar para que la cornada no te atravesara los hígados. La palabra del cabo, sencillamente, era ley. Y esa autoridad se extendía a todo lo que tuviera que ver con el Cuerpo en cualquier esfera de la vida cotidiana, incluso en las más alejadas de los dominios por donde campaban; entre las mujeres, en la fuente, por ejemplo. Las mujeres de los guardias, las civileras, como les decían, jamás guardaban cola: cuando llegaban con sus cántaros, las demás se apartaban para que pudieran ellas ponerse delante de quien estuviera la primera en medio del silencio de todas, porque nadie chistaba. Era la mujer de un guardia civil: a través de su sombra, respiraba la de su marido.

        Total, que entre la miseria y la Guardia Civil, que llevaba hasta el final la labor en que aquella se quedaba a medias, el pueblo se debatió ese invierno en un constante sinvivir del que, de vez en cuando, como de un grifo mal cerrado, goteaba un muerto. Además de Gregorio el Ventajillas, en la calle Sol murió aquel año otra persona, esta vez solo de hambre, yo la vi consumirse lentamente, día a día. Era un hombre de unos cincuenta años, el único en toda la calle, lo recuerdo como si lo tuviera enfrente, que gastaba sombrero cordobés, un tipo alto, muy alto, y también muy raro, se llamaba Antonio. Vivía justo en la casa que había por encima de la nuestra, pared con pared. Había sido hijo único, y llevaba una vida muy solitaria, apenas si tenía relación con nadie, en eso había salido a su madre, Remordica, que, hasta que murió, unos años antes que él, estuvo siempre metida en casa, yo creo que no la llegué a ver nunca. Tenían las ventanas cerradas a todas horas, la fachada muy sucia, y la puerta trancada bajo llave, algo muy raro en un pueblo como el nuestro, en el que las casas quedaban siempre abiertas, incluso de noche. Precisamente ahí, en el quicio de su puerta, fue donde ese hombre murió. Un día, María la de la Paz, una vecina, entró en nuestra casa para preguntarnos si sabíamos qué le pasaba a Antonio. “Le asoman los pies por la puerta, pero no se mueve”. Nos acercamos a ver. Estaba sentado en el suelo, a medio recostar, la espalda apoyada en la pared, todo huesos, los ojos abiertos, rígido.

Otro que murió de hambre y conocía yo bien fue el padre de Rafalillo, un muchacho de la quinta de mi hermano Francisco al que le decían “Parió mi gato”. No era joven, tendría ya sus sesenta años por lo menos. Era de los más pobres del pueblo, su único bien consistía en una casita muy pequeña; no tenía más, ni huertas ni tierras que labrar. Aumentaba su desgracia el hecho de que su hijo, “Parió mi gato”, fuera mutilado de guerra, el pobre tenía pegado un tiro en el cuello. En el caso de otros, eso habría sido poco menos que una garantía de supervivencia, pero él había estado con los rojos, así que no cobraba pensión alguna. En su último día de vida se llegó a contar entonces que este pobre hombre pidió un pedazo de pan, y que un vecino, movido por la compasión, se lo acercó a la cama. Así murió, con el mendrugo en la mano, sin llegar a morderlo.

También murió de hambre el padre de la chica que luego acabaría casándose con mi compadre el Culón. Pero yo a ese hombre apenas si llegué a conocerlo.

Era como fantasmagórico el espectáculo de la agonía por hambre, acaso porque mataba esta con cuchillo de palo, muy lentamente, estampando su firma sobre la carne devastada con detalle escalofriante. A los moribundos se les ponía la cara de cartón, las mejillas atravesadas de una especie de escurriduras que tiraban de las patillas hasta dejarlas cosidas a las esquinas de la boca. Aunque algunos, a fuerza de muchos cuidados, sobrevivieron a esa demacración, en la mayor parte de los casos, cuando aparecía, valía por un aviso de la fatalidad: había llegado la hora de prepararse para lo peor. Entonces a las cosas se les ponían nombres sencillos: lo llamaban “la señal de la muerte”.

         Con todo lo que he contado de ese invierno del 46, aún creo que me quedo corto. Hambre, miseria, palos, piojos... Piojos a punta de pala, tengo la impresión de que hablé de los piojos menos de lo debido. Pero, sobre todo, aquí y allá, gente en las últimas. De mil maneras distintas. Gente arrancándole la basura a los rincones, comiendo despojos acreditados como heces, convirtiendo en comida las cáscaras, las peladuras, los hierbajos. Gente cayéndose de agotamiento por la calle. Hombres como castillos peleándose con sus hijos por un pedazo de pan, por una lechuga. Sí, por una lechuga. Yo lo vi, en Albendín, en mi pueblo. Vi cosas como esas, calamidades que solo crecen a las puertas del infierno.



viernes, 25 de marzo de 2022

Albendín

Poneos en situación. 

A un lado, un pequeño pueblo de jornaleros de la provincia de Córdoba en el límite con la de Jaén, a principios de la década de los 40 del siglo pasado. La guerra recién ha terminado, y la vida, en ese momento y en ese lugar, es, sobra decirlo, un plato que se sirve muy frío.

Al otro, un viejo en los últimos años de su vida que vuelve la vista atrás para recordar al niño que fue entonces y describe, mirándolo a través de sus ojos, el espectáculo a la vez tierno y terrible del mundo que se abre y se cierra a su alrededor. 

Y, en medio, por descontado, el abismo que separa lo que hubo de lo que hay... 
Pero también la voracidad insaciable de la raíz, su fidelidad rabiosa, su maldición: el flujo de la sangre  -o el veneno- que une -que unirá siempre, por más que nos lavemos- lo que fuimos a lo que somos.




        De vuelta en Albendín, con seis años, el pueblo me pareció una cosa enorme. Acostumbrado a las cuatro casas peladas de La Mimbre, el mero hecho de que las que allí había formaran calles se me antojaba un fenómeno. Porque en Albendín, efectivamente, había calles para dar y tomar; por lo menos diez o doce, no exagero. Quizás más. Estaba la calle Sol, donde se alzaba nuestra casa, la casa donde yo había nacido. Estaba la calle Baena, que discurría en paralelo, justo por encima. Y podíamos ir de una a otra tomando por el Callejón, que las unía por la parte de arriba, o por la calle Nueva, que las juntaba por el otro extremo. Venía, a continuación de esta última, la calle del Río, y el barrio de Los Colorines, este ya con muy pocas casas. Por esa parte era lo último. Detrás solo se alzaba una vivienda, la que conocíamos como “casilla de Pitilillo”, separada unos trescientos metros de las de Los Colorines, pero tan a trasmano del pueblo que solo dándole esa patente de balde podía considerarse parte suya.

En la calle del Río, que llegaba de la calle Nueva hasta la carretera, tenía yo una tía, mi tía Paca, hermana de mi madre; y muy cerca de ella, en la calle Canteros, un tío, mi tío Juan, que fue el padrino en mi bautizo, aunque lo fuera solo sobre el papel: a la hora de la verdad no acudió a la ceremonia, prefirió quedarse con su yunta de mulos arando una finca que tenía en Valdejosinas. Un domingo antes había asistido a otro bautizo, el de un sobrino mío, y no podía permitirse el lujo de faltar dos días tan de seguido a la faena. Debíamos habernos bautizado juntos mi sobrino y yo, pero no sé qué paso que hubo de partirse la ceremonia en dos fechas. Acaso alguien reparó en la diferencia de edad, y no quisieron mezclar las churras con las merinas. Mi sobrino no llegaba al año. Yo había cumplido nueve. Estaba ya en edad de hacer la Primera Comunión, que iban a darme ese mismo año, y, cuando descubrieron que, como tantos otros niños nacidos durante la República, no estaba bautizado, hubieron de pasarme por la pila a la carrera. Tan a la carrera que esa mañana, al ir a echarme el agua, recuerdo que el cura se aturulló y me la tiró sobre la ropa, que quedó empapada de arriba abajo. Para rematarlo, me metió luego un puñado de sal en la boca, tampoco eso lo he olvidado. Acabada la misa, desesperado, eché a correr camino de casa, calle Baena arriba, pero ni siquiera así logré desembarazarme ese día de mi mal fario: hube de hacer una parte del camino azuzado por los gritos de una chica de mi edad, que no paraba de burlarse de mí repitiendo como cosa aprendida en viernes eso de: “¡Reñosín, reñosín, reñosín!...”. Yo había vivido aquella jornada abochornadísimo: “Chiquitín”, referido a mí -ya dije que tenía nueve años- era una licencia demasiado audaz.

Reñosín” le decían entonces al padrino en los bautizos para que repartiera dinero entre la chiquillería, tal y como mandaba la costumbre. Si era alguien de posibles, igual cambiaba diez duros en perras chicas, se las metía en el bolsillo, y las iba tirando luego a poquitos aquí y allá como si fueran polvos mágicos, al tiempo que hacía la comitiva familiar el camino de vuelta desde la iglesia hasta casa. Los chavales desfilábamos detrás, echándonos los unos encima de los otros como cochinillos sobre la teta por rebañar una moneda, y, cuando tardaban en largar el puñado, gritábamos: “¡Reñosín, reñosín, reñosín, que se muera el chiquitín!”, para que se estiraran ya. Llegabas a juntar tres o cuatro gordas, siempre dependiendo de la categoría del padrino. El mío, claro está, todo eso se lo ahorró.

La que sí asistió al bautizo fue su mujer, o sea, la mujer con la que mi tío Juan´vivía arrejuntado. Él, en realidad, era viudo. Tenía tres hijos de la legítima, José, Manolillo y Francisco, solo que no vivía con ellos. Al morir la madre, se los dio a un pariente de esta, vecino de El Esparragal, un pueblo cercano. De los tres, es el recuerdo de Manolillo el que más vivamente me viene a la memoria, no por nada sino porque no tuvo el pobre casi ni ocasión de hacerse hombre. Se ahorcó con veintipico años. Era un tipo muy extraño: aun hoy apenas si tengo que inventar nada para sentir los hígados de su rareza criando en alguna parte de su alma el deseo de matarse como crían otros su propensión a coger catarros o a ponerse gordos. Era también alguien dificilísimo como compañía. Tenía en su modo de tratar con la gente un no sé qué de invernizo que lo hacía pasar por desabrido incluso ante quienes más familiarizados estaban con su condición. Llamaba mucho la atención, por ejemplo, lo poco que hablaba. Cuando iba a visitarnos a casa era como un espíritu: gastaba no más de palabra y media en saludar a mi madre, su tía Pilar, se sentaba en una silla y, ya está, ahí se las podían dar todas, que él ni se movía ni abría la boca, así pasaran como mulas cansadas las horas una detrás de otra. Contestaba si se le preguntaba, sí, pero, más allá de los monosílabos con que despachaba las incitaciones de mi madre, que se ponía muy nerviosa de verlo tan callado, no seguía conversación alguna. Junto con el silencio, le gustaba también la soledad. Algunas veces salía con Francisco o con Domingo, mis hermanos, que rondaban su edad, pero más habitual era que no se juntara con nadie.

Cuando se ahorcó, yo lo vi. Fue una mañana. La noticia corrió como el fuego en los incendios, y al momento estaba yo en su casa, viendo qué pasaba. Manolillo colgaba de una soga, y la soga de una viga al pie de su cama. Se había tirado desde lo alto del colchón, haciendo los cálculos que la faena de matarse precisa a ojo de buen cubero: la puntita de los pies casi tocaba el suelo. Tenía la boca completamente abierta, y la cara negra. En cuanto salí de su cuarto eché a correr hacia casa y se lo conté a mi madre, que se enteró por mí de la desgracia.

        La calle que traíamos, la calle del Río, tenía su nombre muy bien ganado, y no solo porque, efectivamente, condujera hasta él. Se lo merecía también porque solía discurrir por su centro otro río, el del alpechín que producía el molino de la calle Nueva. Iba este a parar a una alcantarilla que había pasadas las últimas casas, ya en la carretera de Luque. Allí se remansaba y formaba una especie de balsa en torno a la que, en cierta época del año, no era raro ver apiñados a los vecinos, armados de paciencia y de lebrillo, recogiendo el suspiro de aceite que flotaba sobre los desperdicios. Todo eso iba luego a desembocar al río, al Guadajoz, que en invierno venía negro de tanto alpechín como recogía de los pueblos por donde pasa.

Al otro lado de la carretera había una hilera de casas a la que le decían el barrio del Tren. En Albendín no había trenes entonces ni los hubo nunca, pero en Luque, que era el pueblo al que conducía la carretera, sí, cruzaba por allí el tren de vía estrecha que llevaba de Bobadilla a Espeluy, pasando por Jaén, así que es probable que el nombre le viniera de ahí. Enfrente se extendían las huertas, y un chamizo al que le decíamos “el corralón de Payá”, el único edificio construido en medio de ellas. Payá -Pepe Payá se llamaba-, además de regentar el estanco del pueblo, se dedicaba al comercio del paloduz. Con doce y trece años, yo, como tanta otra gente, me gané más de un jornal recogiéndolo de los sotos del río. Era en ese corralón donde luego lo vendía y quedaba almacenado hasta que llegaban al pueblo los camiones que corrían con el trabajo de llevarlo a Alicante, donde decían que había una fábrica que lo sustanciaba en medicina.

Por aquella época, un niño de doce o trece años comía pan con corteza a diario y para casi todo, particularmente si de trabajar se trataba. Era normal, en consecuencia, ver a muchachos de esa edad ganándose el jornal, cierto que no tanto en las faenas del campo como en labores de pastoreo. Y tampoco resultaba raro encontrárselos más jóvenes, con siete y hasta con seis años. Las criaturas que se encargaban de guardar la cueva del almiar en los cortijos, por ejemplo, solían tener esa edad.

Depósitos de paja al aire libre: eso eran los almiares. Estaban rematados en forma de cresta, para que la lluvia resbalara sobre ellos como sobre un tejado, e iban forrados con el rastrojo de la misma paja, que impedía que el agua los calara. Cada vez que se precisaba, se iba cogiendo la paja de las tripas del montón, con cuidado de no desbaratar su hechura de casa, a veces de teta, y de modo que la capa de fuera, la que lo protegía del agua, siguiera intacta. Se iba horadando así dentro de él algo como una cueva en la que más temprano que tarde acababan entrando las gallinas, siempre prontas a escarbar en busca de los granos de trigo o de cebada diseminados entre la paja. Para evitarlo, solían poner allí de plantón a un niño de los más pobres del pueblo, que vigilaba el hoyo a cambio de la comida. Solo le daban eso; lo suficiente para muchas familias en las que apartar una boca de la mesa ya era un modo de prosperar.

        Por aquella parte del pueblo, aunque a este lado de la carretera, empezaba, o, por mejor decir, terminaba la calle Luque, la principal de Albendín, y -junto con el primer tramo de la calle Baena-, la única “emportá”, le decíamos nosotros, esto es, pavimentada con algo mejor que cantos rodados. Allí estaba la posada, y, en la acera de enfrente, solo que un poco más hacia el centro del pueblo, la casa de Domingo el Calé, que era primo hermano de mi padre y tenía dos hijos, Pepito y Domingo, este último un hombre con fama merecida de ser muy largo segando, que en un pueblo como Albendín era una de las mejores famas que podían criarse, yo trabajé a su lado más de una vez y puedo certificarla. Unas casas más allá vivía la familia de Emiliano, con la que también nos tocábamos algo. La mujer de Emiliano era prima hermana de mi padre. Tenían dos hijos y una hija. La chica estaba casada con un hijo de Juanillo el del Villar. Lo digo porque este último, Juan el del Villar, era muy amigo de mi padre, con quien labraba a medias una huerta, aunque él sobre todo se dedicaba al trato, iba de feria en feria, negociando con toda clase de animales de trabajo, mulos, burros y caballos. Así se ganaba la vida, y le iba muy bien. Tenía tierras, e incluso pudo comprar un cortijillo que sería luego el lugar donde aprendí yo a segar tomando lección de mis hermanos Francisco y José Luis. Estaba casado con una mujer muy bajita -que lo hacía parecer a él, un hombre altísimo, aún más desmesurado-, pero muy guapa -iba siempre muy bien arreglada-, además de muy buena: recuerdo que de pequeño, cuando me dejaba caer por su casa para llevarle las verduras de la huerta, solía darme tremendas propinas, dos reales, a veces una peseta, que entonces era estirarse una barbaridad. Hijos tenía tres, dos varones, Juanito y Pepito, y una hembra, Merceditas, como su madre. Aquí solo voy a contar algo del mayor, Pepito. Era este un muchacho de la edad de mi hermano José Luis poco más o menos, que desde muy pequeño llevó metida entre ceja y ceja la ambición de ser piloto. Piloto de los que pilotan aviones, me refiero. Por esa razón se fue a Sevilla, a hacer la mili en Aviación, de voluntario. No sé exactamente a qué llegó dentro del ejército, pero el caso es que un día, hacia el año 48 ó 49, se presentó en el pueblo subido a una avioneta con la que, después de pintar en el cielo un par de tirabuzones que sacaron a todo el mundo de su casa, tomó tierra en mitad del campo. El aparato se averió al ejecutar la maniobra -por lo visto se le rompió una rueda-, pero él salió bien parado. Como es natural, el suceso llenó de asombro a los vecinos. En Albendín nadie había visto nunca un avión de cerca, y solo unos pocos -los que habían vivido los bombardeos de las pavas, durante la guerra- sabían cómo era de lejos, colgado del cielo. Así que, instigado por el afán de curiosear en la hazaña, poco menos que el pueblo entero se alzó en romería, cruzó el río, y enfiló hacia los llanos del cortijo de La Silera, el paraje que la temeridad de Pepito había convertido en pista de aterrizaje. Cuando llegaron, la emoción de estar junto al aparato no impidió que unos y otros lo estudiaran a conciencia. Los más tímidos lo examinaron respetándole la frontera de los últimos cuatro o cinco metros, los que el bicho llenaba con su sombra amenazante; pero los menos aprensivos acabaron metiéndose debajo de sus alas, resueltos a indagarles el chiste y, dentro de él, la maravilla de que una cosa así, tan grande, tan pesada, tan hecha de hierro, pudiera flotar en el aire, y acercaban la mano para tocar cada detalle del fuselaje con el mismo gesto de adoración que usaban las mujeres, en la iglesia, ante los pies de Cristo, cualquiera diría que por ganarse también ellos la bendición de aquel otro dios, el de la ciencia y el progreso que nunca llegaban al pueblo.

Fue solo el principio: lo mejor -lo peor, en realidad- aún estaba por venir. Y es que, justo entonces, mientras el personal merodeaba en torno a la avioneta, arrancó a llover. Y de qué modo. Durante una hora más o menos cayó una tormenta como hacía años que no se veía, un diluvio que acabó llevando el sentimiento de pasmo, y la certidumbre de que sería aquella una jornada histórica, hasta bastante más allá de donde la audacia de Pepito los había colocado.

Por esas fechas no tenía Albendín puente sobre el Guadajoz. Los dos que había habido siempre -uno al lado del pueblo, y otro, el que le decían “de piedra”, a tres kilómetros río abajo- se los había llevado una riada tiempo atrás. Desde entonces, solo cabía un modo de cruzar el río: vadeándolo por un paraje donde discurría a poca profundidad, conocido como “La Seguirilla”. Por allí lo había traspuesto el gentío unas horas antes; por allí intentó volver a casa, en balde, unas horas después.

Mientras duró la tormenta, que además de agua descargó un aparato formidable de rayos y relámpagos, solo unos pocos se decidieron a enfrentar el chaparrón y tomar el camino de regreso al pueblo. Los más buscaron refugio en el cortijo de La Silera, que quedaba al lado, y solo después de que escampara, ya de noche cerrada, emprendieron la vuelta a casa. Demasiado tarde: el río venía tan crecido a causa de la tormenta que resultaba imposible cruzarlo. Hubieron de volver todos al cortijo y pasar la noche allí. Eran más de cincuenta personas, tal vez cien; muchas, en cualquier caso. En La Silera no había camas, ni sitio donde alojar decentemente a tantísimo personal, así que hubieron de repartirse de mala manera, aprovechando cada rincón que encontraron bajo techo. Unos -los más afortunados- se hicieron sitio en los pajares o las cámaras; otros fueron a las cuadras, con los mulos; y, entre los menos espabilados, más de uno terminó en las zahúrdas, con los cochinos. Pero finalmente todos, una vez instalados, corrieron la misma suerte. El cortijo de La Silera, además de ser muy chico, estaba ya entonces medio en ruinas, y las ruinas habitadas por bastante más que mulos y cochinos... Al día siguiente, en fin, quien más y quien menos amaneció con el cuerpo comido de ronchas, y las piernas y los brazos y la cara hinchados como zepelines por las picaduras de las chinches, que, por lo visto, se criaban allí más gordas que conejos. Y todo era lamentarse de la ocurrencia que los había empujado la víspera a mirar de cerca el avión de Pepito el de Juan el del Villar.

        Al lado de la casa de Emiliano estaba el salón de Victoriano, la pista donde se hacían los bailes de fin de semana, el teatro donde se ponían las comedias que llegaban al pueblo y el comedor en que se daban los convites de boda cada vez que se celebraba una, cosa que entonces, siendo yo chico, sucedía muy de tanto en tanto: una boda no dejaba de ser un lujo que más de uno y más de dos no podían permitirse. Quiero decir que en esa época muchos novios, a falta de cuartos con que sufragar las celebraciones, en lugar de casarse con su enamorada, la “robaban”, así se decía entonces. Esto es, se la llevaban a casa de un pariente cercano -un tío o un primo valían-, donde hacían vida de casados durante un rato, con unos días bastaba. Pasado ese tiempo, volvía la pareja donde los padres de ella ya como marido y mujer, que es lo que pasaban a ser a todos los efectos de la vida diaria desde ese momento. La familia de la novia podía tomárselo a buenas o a malas pero, de cualquier modo, a partir de ahí no le quedaba ya otra que tragar. En el peor de los casos, había padres que, despechados, llegaban incluso a echar a sus hijas de casa. Pero solía ser esa una reacción en caliente, animada por la sorpresa y el disgusto, tan episódica como el arrebato en que prendía. Por lo general, el paso del tiempo tardaba en curar luego muy poco -lo que el trance en asentarse como un hecho consumado en la conciencia de todos- esa clase de rencores, y solo los más intransigentes -ejemplos se daban de quienes habían estado hasta siete y ocho años sin cruzar palabra con sus hijas- perseveraban en sus rencillas. También valía el paso del tiempo para que todos, antes o después, de acuerdo con lo bien o mal que a cada cual le fueran las cosas, terminaran desfilando por la vicaría, porque, en último término, a todo el mundo le gustaban las cosas como dios manda. Pero la boda, en tales circunstancias, tanto tiempo después y en muchos casos con hijos de por medio, ya solo era un trámite.

     Pasado lo de Victoriano, un par de casas más allá, venía la de Esteban. Esteban tenía el único coche que había en el pueblo después de la guerra. Lo usaba como taxi, para llevar gente a Baena, creo que lo llegué a coger una vez, aunque no recuerdo ya por qué. Era un artefacto negro, grande, con unos guardabarros enormes, una noticia en sí mismo. Pero que nadie se equivoque: en realidad, cualquier coche lo fue en Albendín hasta bien entrados los años setenta, tan poquitos había. Hasta entonces, el medio de locomoción por antonomasia eran los animales. De ello daba testimonio el enorme cargamento de mierda de todas clases -en forma de duro mojón o de plasta blanda, según hubieran comido las bestias paja o hierba- sobre la que había que ir saltando por las calles a ciertas horas del día.

En las cuadras más que nada lo que había eran burros y mulos. Los caballos quedaban para la gente pudiente; para los “jarruqueros”. Se les decía así a quienes poseían más tierras de las que podían atender por sí mismos y por su familia, y se veían por tanto obligados a contratar jornaleros en ciertas épocas del año, esto es, en temporada de escarda, de siega y de oliva. Puesto que en Albendín no había señoritos -vivían todos en Baena-, ellos ocupaban allí la parte alta del escalafón social. Por debajo suyo, en una posición intermedia, estaban los “rabiantines” que les decíamos, o sea, quienes tenían alguna parcela de tierra con la que ir tirando malamente, y rabiaban porque querían y no podían ser como los otros, supongo que de ahí les venía el nombre. Detrás de ellos quedaban los jornaleros, la inmensa mayoría al tiempo que los últimos en casi todos los sentidos. Además de los cuatro muros de su casa, sus propiedades eran el amocafre para la escarda, el azadón para la huerta o los olivos, la hoz para la siega, la capacha para la comida, y los piojos para todo.

Porque, eso sí, de piojos andábamos unos y otros bien surtidos. No existía aún en el universo de la aritmética el número que alcanzara a contarlos, ni en el de la ciencia la fórmula capaz de ahondar en una variedad que, por no ir más allá, abarcaba todos los colores, o cuando menos los mismos colores que los pelos: tan diestra se mostraba su naturaleza ajustándose a la condición de la cabeza que los llevaba. Si tenías el pelo rojo, los piojos parecían motitas de sangre; si lo tenías moreno, eran negros. Los que vivían repartidos por el resto del cuerpo, esos sí parecían respetar cierta uniformidad: todos eran blancos con una raya en el centro, solo que mucho más gordos que sus vecinos. Y vivían como las personas, en sociedad: colonizaban las costuras de la ropa, todas las costuras sin excepción, por no decir que fundaban en ellas sus ciudades, y su república en cada hijo de vecino.

Aparte de eso, un jornalero no tenía ni dónde caerse muerto.

Los jornales se contrataban en la plaza, frente a la iglesia. Allí se plantaban de madrugada cuantos se ofrecían para trabajar, y por allí pasaban los jarruqueros poco después para escoger según les encartase. Los mejores, los obreros más capaces y fuertes, no tenían que esperar mucho, de ordinario ni siquiera necesitaban llegarse a la plaza: iban a buscarlos directamente a su casa, y, cuando no, enseguida aparecía alguien dispuesto a pagar por ellos más que por otros. Después de apalabrado el salario, se volvía cada cuál a su casa, desayunaba, cogía la capacha con la comida del mediodía, y se iba a la faena. Para el postre se quedaban los más bisoños y torpes, a veces simplemente los más viejos, y, frente a ellos, los propietarios que ofrecían los jornales menos atractivos, por breves o malpagados. A los más desgraciados aún se les veía por allí, aguardando, bien entrada ya la mañana, prontos a aceptar lo que fuera con tal de llevar ese día a casa algo de dinero.

Precisamente al lado de la plaza, vivía en aquellos tiempos de posguerra el alcalde del pueblo, un jarruquero que gustaba de adornarse en público, además de con el cargo, con un finísimo sentido del humor. Él no acudía nunca a contratar jornales en persona. Ese trámite prefería encargárselo por dos perras gordas a algún gastarrecados aficionado a lamer culos. Cuando este último volvía para rendirle cuentas, acostumbraba a recibirlo preguntando: “¿A cómo está hoy el estiércol en la plaza?”. El otro pasaba entonces el informe: a cómo le habían salido los jornales, con quién se había apañado para trabajarlos, quién había pagado más ese día, y a quién, y cuánto.

Lo que duraba luego la jornada de trabajo lo decidía el sol. No había más reloj. Literalmente: nadie los tenía. Relojes de bolsillo, quiero decir. Eran un lujo que muy pocos se podían permitir. Quizás algún manijero tuviera alguno, de esos que se llevaban en el bolsillito del chaleco enganchados a una cadena, pero ya está. La gente se guiaba como podía por la luz del sol, o sea, por la medida de la sombra que arrojaba este sobre los árboles, o sobre tu propia persona si es que no había árboles. La principal referencia, el mediodía, la hora en que se paraba a comer, se anunciaba con señales elocuentes: lo era cuando al caminar te pisabas la cabeza, ahí no cabían dudas. Si daba la casualidad de que andabas trabajando en las inmediaciones del pueblo, a uno, dos, quizás tres kilómetros, entonces el tañido de las campanas venía en tu ayuda y todo era algo más sencillo. En tal caso, no bien sonaban las doce en el reloj de la iglesia, dejaba el personal la faena, abría la capacha y daba cuenta de lo que hubiese dentro, siempre con cuidado de dejar un resto para la tarde, por tener algo que echarle a “la ciega” cuando se presentara. El tiempo de la comida -de la merienda, como se decía entonces- no era para todas las labores y todas las temporadas el mismo: aumentaba en la misma medida en que crecía el día. En época de aceituna, por ejemplo, apenas si se echaba media hora almorzando. En la escarda la merienda duraba más, una hora más o menos, que, en verano, durante la siega, se convertían en dos.

Bastante más difícil resultaba decidir luego la hora en la que estabas, y si eran las seis o las siete, o las siete o las ocho, por ejemplo. Claro que eso a nadie le importaba demasiado, y de cara a la faena tampoco tenía mayor interés: sencillamente, la jornada de trabajo terminaba cuando declinaba el sol.

Además de a mediodía, el reloj de la iglesia tocaba otras tres veces cada jornada. Por la mañana daba las nueve -en tres tiempos, tintintín-tintintín-tintintín, algo así- con una campana de sonido muy fino: para esa hora, en verano, ya estaban las gentes hartas de trabajar. Las doce las daba con una campana bastante más ronca -ton, ton, ton...- que se oía a más de tres kilómetros de distancia. Tocaban después a vísperas, a las tres de la tarde, solo que en lugar de darlas con tres campanadas se anunciaban con un repique de la campana más fina, la de las nueve de la mañana. Servía este toque para levantar al personal de la siesta, y para poner sobre aviso a las mujeres, que sobre esa hora comenzaban a apañar el puchero de la cena.

Era esta la comida más fuerte del día, y consistía casi siempre en un cocido. Entonces las cocinas eran de leña, y se reducían a una sencilla hornilla de barro, en forma de media luna. Si la leña era de olivo -la más poderosa, la que más duraba- el fuego solía rabiar, alegre y fácil; pero si era de otra madera, había que andar atizándolo a cada rato para sacarle el brío con que llevar el guiso hasta el final. Existía también otra clase de cocina, de hierro, montada sobre una especie de trípode, las estrébedes le decíamos. Pero tanto en estas como en las de barro, a la olla del cocido las cuatro o cinco horas no se las quitaba nadie. De ahí que se pusieran las mujeres con la cena tan temprano.

Una vez terminado el guiso, cuando los hombres volvían del campo, se volcaba en una fuente grande, de barro, que se colocaba en medio de la mesa, cogía cada cual su cuchara y, uno detrás de otro, iban todos los presentes metiendo baza, por orden y guardando la vez. Y del mismo modo se procedía en el campo, durante el verano, solo que eran entonces trozos vaciados de pepino y hojas de cebolla metidos al oficio de cucharas los encargados de lidiar con la cazuela de gazpacho.

El último toque de campana sonaba al ponerse el sol. Se le llamaba “la oración”, y lo daba la campana que había dado antes las doce, la más grave. Los labriegos dejaban en ese momento de trabajar; los cabreros, los porqueros, los muleros recogían sus rebaños; y todos se volvían para el pueblo. Se encendían entonces las pocas luces que había repartidas por sus calles -las que arrojaban diez o doce faroles, no había más-, y los candiles o los carburos de cada casa, raramente las bombillas, pues recién terminada la guerra, en lugares como Albendín, la luz eléctrica aún era una leyenda. Al pueblo, después, ya solo le quedaba morirse hasta el día siguiente.

      A continuación de la casa de Esteban, el taxista, venía la de uno al que le decíamos Pecatilla, dueño de la zapatería del pueblo. Y, después, el salón de Eladio, que lindaba con la iglesia, el corazón de Albendín. De allí nacían, además de la calle que traíamos -la calle Luque-, en un sentido, la Callejuela -hoy calle Castro-, y, en otro, perpendicular al anterior, la calle Baena, la más larga del pueblo, que subía cruzando la pedriza de Porretillas y llegaba hasta la casa a la que le decían “del chino”. Eso tomando hacia un lado. Tomando hacia el otro, estaba la calle Serrillo -hoy calle Jaén-, y una parte conocida como “El llano”, donde se alzaba el cuartel de la Guardia Civil. Más allá, solo quedaba el río Guadajoz circundando el pueblo, trazando a su alrededor ese como arco de herradura que puede verse en los mapas.

Como ya dije, antes, a uno y otro lado de sus orillas, todo eran huertas y más huertas. Río abajo, empalmaban unas con otras forrando el cauce de una especie de funda reticular que llegaba hasta Castro del Río. Río arriba, se extendían siete u ocho kilómetros, hasta tocar lo que entonces era la junta de los ríos y es en la actualidad el pantano de Vadomojón. Nada de eso queda ya: hoy todo son olivos.

Por aquella época, el cauce del río estaba lleno de norias que surtían los regadíos. Se trataba de unos ingenios enormes, que en algunas partes podían verse a varios kilómetros de distancia. Aunque hechas de madera, el sol las hacía brillar a lo lejos como si fueran de charol. Su presencia se hacía notar especialmente en verano, por la noche, cuando el pueblo quedaba en silencio, y el calor empujaba a sus vecinos a dormir con todas las ventanas abiertas o, mejor aún, sobre un camastro improvisado a la puerta de casa.

Podías sentir entonces, ya acostado, su chirrido cansino, interminable, de animal apaleado, enterrándose en tu oído como una canción de cuna, a la vez que descargando en tu conciencia su ilusión: la de una pesadumbre extrañamente lánguida e hipnótica, cojita de las dos patas, como la rutina sin historia de la vida en el pueblo...

Y enseguida te quedabas frito.


jueves, 17 de marzo de 2022

Isla-Tortuga


De vez en cuando, todavía hay quien se acerca hasta nosotros para preguntar de dónde sale ese nombre tan chusco que manda sobre la puerta de entrada a nuestra pequeña fábrica y presidió en su día la del restaurante que fue su germen: lo tenéis ahí abajo, sobre el parche del pirata. 

Pues bien, cuando eso sucede, solemos manejarnos con dos explicaciones, una corta y una larga.

La corta en realidad nunca la dimos nosotros. Solían acudir a ella los clientes del antiguo restaurante, particularmente los fines de semana, que era cuando el comedor se ponía a reventar. "Es evidente que el nombre es un aviso, para que no te hagas ilusiones", agonizaban, antes o después, muertos de hambre, obligados a practicar durante horas el deporte que practicaba Sara Montiel mientras fumaba. 

La larga es aún menos complaciente, y la da el fundador de la empresa en sus memorias (sí, habéis leído bien, sus memorias): un tomito muy sincero, y por eso mismo muy puto, titulado "Vida de un don nadie", que se lee como un libro de aventuras, y vive desterrado desde hace demasiado tiempo en la esquina más fría del baúl de los recuerdos.

Traigo aquí el capítulo en cuestión.                 




Entonces yo aún tenía alquilada una parte, la trasera, de la nave donde se encontraba el que había sido mi mesón, por la que pagaba solo quince mil pesetas al mes. La usaba como trastero, para guardar el escombro que iban evacuando las empresas que se me morían. En cuanto me fui del ambigú de la Fasa-Renault, quise sacarle mejor partido, y decidí montar allí un almacén de vinos al por mayor. Puesto a hacerme con alguna representación en ese campo, y antes de que tuviera ninguna, incluso llegué a imprimir unas tarjetas, a modo de propaganda, en las que podía leerse: “Bodegas Galisteo”, y debajo, “le invita a una degustación gratuita de sus vinos y mostos. Servicio a domicilio sin recargo. Abierto domingos y festivos”.

Futbolines ya solo me quedaban un puñado desperdigados aquí y allí sin más criterio que el que había querido imponer el azar sobre un juego que llegaba entonces a la recta final de su declive. Javi, que se encargaba de recaudarlos, había ido vendiendo todos los demás a lo largo de los últimos meses, según descubríamos el sinsentido que resultaba de mantener una flota de antiguallas mezquina hasta para devolvernos lo que costaba la gasolina que se iba en sacarles el dinero. Alguno aún lo teníamos en Granada. Para hacer la recaudación, y que el viaje compensara, íbamos hasta allí una vez al mes, a veces incluso más de tarde en tarde. Precisamente a la vuelta de uno de esos viajes, tuvo Javi un accidente con nuestra vieja DKW. Se durmió al volante, y empotró la furgoneta contra el último de la fila de coches parados frente a un semáforo en rojo, en la Avenida de la Constitución de Sevilla. La furgoneta quedó para el arrastre y, aunque se intentó arreglar -llegué a gastarme veinte mil pesetas en un taller-, ya no volvió a salir del patio trasero del mesón, donde estuvo criando cardos durante tres o cuatro años, hasta que la mandé al desguace. 

Si el patio trasero valía como basurero para cualquier clase de chatarra, la nave que usaba como trastero no se quedaba atrás. Era poco más que una cueva. En el techo podían verse al desnudo los travesaños de madera que lo sostenían y, por encima, en el entablado que sujetaba las tejas, cómo respiraban estas, poco menos que flotando en el vacío, asomadas a los sietes de la madera. Tampoco tenía suelo echado, era de tierra: para guardar porquería no era preciso más. Convertir aquel lugar en otra cosa, ya fuera en el austero almacén que estaba improvisando a golpe de chapuza para salir del paso, no salía barato. Y el tiempo pasaba.... Entre una y otra cosa, en fin, me fui quedando otra vez sin dinero. Sin dinero en metálico, quiero decir: de noche cogía el sueño sin problemas solo con pensar que la cuenta a cero del banco dormía esta vez, y yo con ella, sobre un colchón de dos pisos completamente pagados.

Manuel Quevedo, la persona a la que había traspasado el mesón, lo trincó, o, mejor dicho, fue desalojado por esa época. Hombre atrabiliario, había ido echando poco a poco con sus arbitrariedades a la clientela, a la vez que dilapidaba bienes y recursos. El dueño de la finca me contó que solo le había pagado tres meses de alquiler. Los últimos ocho o diez -estábamos en febrero de 1988- hubo de cobrárselos a su fiador, pues, a diferencia de cómo había obrado conmigo, a Quevedo sí le había exigido uno.

Un día, cuando el mesón llevaba ya semanas cerrado, se presentó el dueño de la finca acompañado de un juez, de una pareja de la Guardia Civil y de un cerrajero. Reventaron el candado de la entrada, descorrieron el viejo pestillo de hierro macizo y abrieron de par en par las puertas. Afloró entonces de golpe la erosión acumulada tras meses de indolencia si es que no de abandono, y nada más. Porque eso, mierda y cosas rotas por todas partes, era lo único que había. Ese día estaba yo en el local contiguo, a vueltas con lo de mi bodega. Me acompañaba casualmente Jesús Villarreal, por aquel entonces todavía presidente de la Casa de Córdoba, del que me había hecho muy amigo. Al vernos, el propietario nos invitó a pasar para que pudiéramos comprobar en qué estado le habían dejado el local, y cinco minutos más tarde me lo ofreció. “Seguro que tú sabrías sacarle partido”, porfió. Le contesté que mi intención era poner una bodega en la parte trasera, y ni siquiera me paré a considerar seriamente el envite. “De todas formas, piénsatelo”, insistió. Tenía intención de ponerlo otra vez en alquiler y, puesto a ello, me prefería a mí, que ya me había retratado como buen pagador, antes que a ningún otro. Cuando se fue, Jesús me tomó del brazo. “No seas tonto -me dijo-, yo si fuera tú me lo quedaba. Ahí no tienes más que limpiar, comprar lo que necesites y ponerlo en marcha. En cambio, para montar tu bodega tendrás que reformarla primero, y ya ves lo destartalada que está, además de sentarte luego a esperar que te den la apertura.” Dos o tres días después volvió Isidro, el dueño de la finca. Me preguntó si había cambiado de idea. Yo llevaba ese mismo tiempo sin dormir, cocinando con vueltas y más vueltas el asunto. “De acuerdo -le contesté- me lo quedo.”. Pero le hice ver que el sitio, como restaurante, estaba quemado, y que me costaría lo suyo levantarlo de nuevo. En otras palabras: que no estaba dispuesto a pagarle lo que le cobraba a Quevedo, ni ninguna otra renta que no fueran las mismas cincuenta y cinco mil pesetas con que me había estrenado hacía dos años, al entrar allí por primera vez; y que tampoco tenía con qué adelantarle los dos meses de fianza. Me dijo: “Hecho, de ti me fío. Tú solo ponte a trabajar”. 

Lo abrimos enseguida, no pasaría ni una semana. Limpiamos, compramos lo imprescindible y, entre lo imprescindible, lo más barato, ya está. Esta vez lo monté solo como mesón, sin futbolines ni maquinitas ni nada que pudiera servir de reclamo para los chiquillos y, por eso mismo, derivar en un trastorno de difícil digestión para cuantos se acercaran hasta allí a comer.

Me estrellé. Transcurrieron los primeros días, las primeras semanas, el primer mes, y allí no entraba nadie. Abrí los ojos a la realidad a golpe de pérdidas. Y, a medida que la desesperación fraguaba, me puse yo a barajar alternativas. Mis hijos, Javi y Rafalito, estaban convencidos de que la solución pasaba por montar un discobar. En el pueblo no había discoteca ni nada parecido que sirviera de desahogo para la juventud, solían decirme. Decidimos tirar por ese camino. De un día para otro, vestimos las paredes con unas tiras de plástico negro; tapamos los techos con un surtido de banderolas  -o de edredones, eso nadie lo tuvo claro- que nos regaló el dueño de la pista de patines de la calle Calatrava de Sevilla, donde en tiempos había tenido colocados un par de futbolines; colgamos de las esquinas unos altavoces bien grandes para que sonara como un cañón la música que debía engolosinar a la clientela; y nos afanamos por tener arreglado todo lo demás para el día de la inauguración, un viernes. También nos tomamos esta vez el trabajo de hacer algo de propaganda: dedicamos las últimas horas de la noche anterior a la apertura, y buena parte de la madrugada, a pegar pasquines por los muros de toda la zona -Gines, Valencina, Castilleja de la Cuesta...-, en medio de un diluvio implacable. Le pusimos de nombre “Bar Isla-Tortuga”. Podía leerse en un cartel muy grande, sobre una tortuga que emergía del mar con la concha sembrada de palmeras, semejando una isla tropical o cosa por el estilo. El bar murió al poco de nacer; pero ese nombre nos acompañó luego durante años, y aún sigue ahí, en el cartel de la fábrica donde mi hijo Rafalito hace hoy sus croquetas.

El día de la inauguración yo no entré siquiera. Pero sí pasé por delante de la puerta. Se oía el murmullo de mucha gente, y la música sonando como un bombardeo por dentro. Recuerdo que lo primero que pensé entonces fue: “Esto me lo cierran en dos semanas, en cuanto se queje el primer vecino”, y que sentí mucha pena por todo, por haber llegado a ese punto, de esa manera, yo qué sé. Pero bueno, ya estaba hecho, decidí, resuelto a apretar el culo ante lo que pudiera venir. Y es que ni siquiera yo creía entonces que fuera posible dar marcha atrás.

La noche de la apertura, la primera consumición era gratis. Ese señuelo, y la curiosidad de la mayoría por ver qué era aquello, garantizó el éxito de público, pero solo de público: casi nadie tuvo luego el detalle de agradecérnoslo pasando a la segunda copa. Al día siguiente la noticia que palpitaba debajo de ese fiasco se confirmó, y solo se dejaron caer por allí cuatro gatos. Transcurrieron después varias semanas en el mismo plan, sin que el negocio se enmendara ni diera indicios de que fuera a hacerlo más adelante, despejando una evidencia que a mí se me antojaba cada vez más incontestable: lo que antes había sido un restaurante agonizante, era ahora un bar muerto.

Cierta tarde de marzo, quizás ya de abril, entraron dos matrimonios, cada uno con su carrito de niño. Cuando vieron el panorama, y todos aquellos adornos absurdos colgados del techo y las paredes, que antes que un bar parecían anunciar un aquelarre al fondo de una cueva, se miraron unos a otros, y, después de decir “coño, cómo ha cambiado esto”, dieron media vuelta y desaparecieron. Había sido uno de tantos desplantes por el estilo, estábamos ya muy acostumbrados a esa escena. Pero en algo fue único: valió para que se encendiera la señal de peligro en algún rincón del disparate en que vivíamos. Yo la vi: prometía un futuro al que, de pronto, me dio pavor asomarme. En ese momento estaba Rafalito a mi lado. Le dije: “Escucha: esto, o lo volvemos a trabajar como restaurante, sin banderolas ni futbolines -habíamos vuelto a meter un par de ellos en una esquina- ni leches de esas, o cerramos”. Dicho y hecho. Al día siguiente les quitamos a las paredes el disfraz, y colocamos a la entrada, en la calle, un letrero de madera en forma de escudo de armas que hizo mi hijo de prisa y corriendo, en el que reinaba la leyenda “Mesón Isla-Tortuga” sobre un sable y un pistolón cruzados. Al lado, en un cartel bastante más grande atado a la verja del portón, pudo leerse desde ese momento: “Carne a la brasa”.

Siguió sin entrar nadie. El mes corría, y debía pagar la renta y al repartidor de la cerveza, a quien le había hecho en febrero un pedido inicial de noventa mil pesetas que aún no había saldado: ni para eso tenía. Solicité un préstamo a la Caja de Ahorros de San Fernando, que estaba justo enfrente de la entrada del negocio, tan solo había que cruzar la calle; un millón de pesetas. Me dijeron que tenía que llevar un fiador. Yo les dije que no lo tenía, pero que era propietario de dos pisos. De uno podía aportar las escrituras, y del otro un documento en el que constaba que estaba pagado; aún no había podido arreglar los papeles precisamente por eso, porque no tenía dinero para pagar un notario. Les dio igual: lo único que les valía, recalcaron, era un fiador.

Nada más salir de la Caja San Fernando tomé derecho hacia la Caja de Granada, que estaba a cien metros, en la misma calle. Aquí un tal Esteban, que ya me conocía, me dio la pista que valió para sacarme del brete. En lugar de pedir un millón de pesetas en un solo sitio, me aconsejó que pidiera quinientas mil en dos distintos, en ese caso no serían necesarios fiadores. Ellos me las concedieron casi al instante. Hablé después con Ramón, el director de la sucursal que me había negado el millón, y tampoco puso pegas para darme la mitad. Pude hacer frente de ese modo a dos meses de renta atrasada más el corriente, pagar a los proveedores, y comprar el mobiliario con que sustituir las sillas y las mesas que había venido usando hasta entonces, todas alquiladas. El millón no dio más de sí. 

El negocio, a pesar del alivio momentáneo que supusieron los créditos, seguía renqueando. Y yo volví a andar tan apurado de dinero que, en cierto momento, ni siquiera lo tuve para cambiarle la batería al coche. Hoy a mí mismo me cuesta creerlo, pero lo cierto es que entonces no supe de dónde sacar seis mil pesetas. La pobre Cloti se desayunaba cada mañana empujándolo hasta ponerlo en marcha. A mí se me agarró entonces al pecho el miedo a no poder atender siquiera las primeras mensualidades de los créditos, y, después de tragarme lo poco que me quedaba de orgullo, tomé el único camino que me faltaba por andar: una mañana me puse al volante, le pedí a la Cloti que volviera a empujar el coche, y lo conduje hasta mi pueblo. Nada más llegar, me planté ante mi hermano Francisco, y también a él le mendigué un préstamo. Le dije que me hacían falta trescientas mil pesetas, y prometí devolvérselas para el verano. Me dio cuatrocientas mil, me dejó claro que en caso de que necesitara más no dudara en decírselo, y, de propina, me advirtió para que fuera olvidándome de la tontería esa del verano; cuando le hicieran falta ya se encargaría él de pedírmelas. Más adelante, intenté devolvérselas en varias ocasiones. Siempre me salía con lo mismo, que cuando le hiciesen falta me lo diría. El hombre murió quince años después, con noventa y dos: jamás me las reclamó.

El mesón siguió funcionando malamente. Tanto que no me quedó más remedio que volver a llenar la parte que quedaba a la izquierda de la entrada con un montón de máquinas de marcianitos, de cuya recaudación yo recibía el 40%, y varios futbolines junto con un chapolín, que eran míos. Tras de esa sencilla reforma recuperé al menos una parte de mi antigua clientela: volvió a entrar la chavalería del pueblo, con la que descubrí que sacaba para pagar la renta, los préstamos y nada más; o sea, mucho comparado con la ruina que arrastraba hasta ese momento. Lo que no había manera de conseguir era que volviera la otra parte, la de la gente dispuesta a comer en mi casa. Desde febrero, en que abrí, hasta finales de mayo, ni siquiera llevé un registro diario de la caja. Para qué, habría sido recrearse en el infortunio, además de una pérdida de tiempo: por la noche, metía mano en la registradora, recogía los cuatro duros que dejaba cada jornada y punto. Eso cuando llegaba a cuatro duros: recuerdo que una noche abrí la caja y solo me encontré cincuenta pesetas, las de la única cerveza que había servido en toda la jornada.

Definitivamente, me rendí, el restaurante era una guerra perdida.

O no. Tal vez no. Tal vez quedaba una última bala que disparar. Por mi experiencia en el ambigú de la Fasa-Renault, conocía el efecto que desataban los precios irrisorios si uno sabía conducirse entre miserias. Respirando de esa fe, probé un día a colgar de la puerta de la calle, debajo del de “Carne a la brasa”, otro letrero que decía: “Churrascos 400 pts. Serranitos 125 pts”, por no colgar en su lugar el de “De perdidos al río”, que se habría ajustado mucho más a la verdad. Luego crucé los dedos y esperé. La estrategia no era particularmente brillante, pero dio resultado; si no mucho, cuando menos el suficiente como para insistir por ese camino, el de los precios muy bajos y los platos muy llenos, y, en general, el de todo a lo bruto y en plan compadre. Poco a poco fuimos creando una nueva clientela. Se notaba especialmente los fines de semana, cada vez más alegres y metidos en ajetreo. Los chiquillos que iban a jugar a las máquinas fueron los primeros en responder a ese nuevo espíritu. Solo en dulces -palmeras, cuñas, napolitanas...- vendía los sábados y domingos cientos de piezas, que me acercaba a comprar a Coria del Río, donde había un obrador que las hacía enormes y baratitas. Y también el comedor y la terraza se nos venían a llenar algunos sábados por la noche y muchos domingos al mediodía. Recuperado el tono vital, quisimos distinguirnos de la competencia especializándonos en un plato lo bastante llamativo, y nos centramos en el que la Cloti había bordado siempre como nadie, las croquetas, de las que con el tiempo terminamos haciendo diez clases distintas. Estas, aún me sé la lista de corrido: de jamón, de bacalao, de queso cabrales con avellanas, de atún, de espinacas, de setas, de puerros (luego de apio, y finalmente de pimientos del piquillo), de cordero con miel y canela, de chipirones en su tinta, y de salmón. Había en la carta un plato titulado “Croquetas variadas” en el que incluíamos una de cada, que valía por una apoteosis de los sentidos y ayudaba lo que el gordo de la navidad, por decir algo, a reconciliarse con la vida. Se hicieron famosas, y el restaurante con ellas: aún hoy hay gente que me para por la calle para llorarlas un ratito conmigo.

Fue el principio de la remontada que acabó convirtiendo el Mesón Isla-Tortuga en el negocio más rentable de mi vida.

Durante años, unos y otros -los muchachos atraídos por el salón de juegos, y la gente que se sentaba a comer- convivieron, ya que no con armonía -los niños siempre se hacían notar-, cuando menos sin disturbios que un par de rapapolvos no pudiesen allanar. Solo que una convivencia tan dispar, yo era el primero que se daba cuenta, no podía durar. Los comensales eran cada vez más finos, los platos cada vez más elaborados, los precios cada vez más altos, el restaurante cada vez más reputado; y la chiquillería cada vez más bestia, o a mí me lo parecía. Yo sentía que los chavales, aquellos mismos chavales que me habían sacado del apuro en los momentos difíciles, eran, ahora que el restaurante se llenaba de gente acostumbrada a comer sin sobresaltos, un estorbo; y que lo eran hasta el punto de espantarme a la clientela con sus griteríos y sus terremotos. Tuve que elegir. Un día -el último día-, al abrir por la mañana, vi que me habían destrozado unas calabazas de esas que llaman del peregrino, que tenía yo sembradas como adorno en el patio: colgaban de una pérgola, a un lado de la terraza, sobre el pasillo que comunicaba la verja de la calle con la puerta del mesón. La gamberrada la habían cometido la noche anterior, pero entonces, con la oscuridad, me había pasado desapercibida, y fue a la mañana siguiente cuando me saltó a la cara como un zarpazo. Alguien había arrancado una vieja barra de futbolín de las que venía usando en los arriates como tutores para las plantas, y se había liado a golpes con ellas. Serían diez o doce, que podían verse aquí y allá, en el suelo, despanzurradas; diez o doce calabazas que habían sido una cosa tan bonita... y que le daban a aquella entrada un aire tan propio... Si me hubiesen asaltado a punta de navaja no me habría encorajinado más. Sentí aquella gamberrada como un crimen; y en ese mismo instante decidí cerrar el salón recreativo. Dos o tres días después, cuando llegó el chico de las máquinas electrónicas para hacer la recaudación, le dije: “Coge esos trastos y sácamelos de aquí, no quiero verlos nunca más”. Le conté lo que había pasado, y el pobre hombre se ofreció a pagarme las calabazas. No entendía. Qué cosa más absurda, le dije, las calabazas no valían nada. Me valían a mí solamente porque las había sembrado yo, y porque yo mismo las había cuidado durante meses y meses, dirigiéndolas por el emparrado, para que colgaran con gracia, bien repartidas, e hicieran de aquella entrada una cosa tan distinta, tan bonita como había sido hasta hacía unas horas, ¿comprendía ahora? Y además, qué coño, que estaba de esos gandules y de esos sinvergüenzas hasta el gorro. Ya no los quería en mi casa.

El muchacho retiró sus máquinas, y yo procedí del mismo modo con mis futbolines. Ya no recuerdo dónde fueron a parar, a lo mejor los quemé. En todo caso, ahí acabó para siempre lo poco que quedaba de mi fe en ellos.


Por esa época, tanto Rafalito como Javi, mis dos hijos, trabajaban conmigo. En especial a Javi, el oficio no le gustaba nada. Tan poco le gustaba, que un día se marchó de casa por abandonar también la servidumbre del mesón. Salió por la mañana para ir a trabajar como él acostumbraba entonces, haciendo footing de Sevilla hasta Gines, y, sencillamente, desapareció: no se presentó en el restaurante ni en ningún otro sitio. Tampoco llamó por teléfono ni dio señales de vida por medio alguno. Su madre y yo anduvimos ese día alarmadísimos, de acá para allá, preguntando por él a cuantos se nos pusieron por delante, convencidos de que le había pasado algo. Por suerte, topamos con un amigo suyo, y este pudo pasarle el recado de que lo buscábamos. Entonces se acercó a casa, donde no había nadie, y dejó una nota diciendo que estaba bien, que quería aclarar sus ideas y que no nos lleváramos mal rato por ello. Sufrimos mucho su madre y yo por aquellos días pensando en que lo mismo le daba por tirarse a la mala vida. A alguien que se iba de esa manera y a esa edad de casa cualquier cosa podía pasarle, concedíamos de antemano, y nos contagiamos al instante de ese miedo: el terrible animal de los veinte años, ya se sabe, da siempre una explicación convincente a cualquier desgracia. 

Nada parecido ocurrió, por fortuna. Después de andar ambulante durante una temporada, el muchacho se arregló mal que bien, y consiguió salir del paso con decoro. Se sacó el permiso correspondiente y trabajó de taxista hasta el día de su cumpleaños de 1989, el 20 de febrero. Ese día lo llamaron del ayuntamiento de Sevilla para ofrecerle un puesto de interino en el cuerpo de bomberos. Dejaron el recado en nuestra casa, la dirección que él diera al presentarse a las oposiciones, y nos acercamos hasta la suya para comunicárselo. Lo sorprendimos en mitad de una fiesta -cumplía años ese día, ya digo-, con su hermano y unos amigos. Estaba algo bebido, y lo demostró cogiendo a su madre en volandas y zarandeándola y estrujándola mientras proclamaba: “Es el mejor regalo de cumpleaños que me han hecho en la vida”. 


El 89 y el 90 fueron años lo bastante buenos como para convencernos de que debíamos acometer la reforma del restaurante y acondicionar la parte trasera, donde habían estado los futbolines, como un segundo comedor. Lo que más urgía era sustituir el antiguo -acaso centenario- tejado de madera, tierra y tejas, lleno de goteras y, por eso mismo una esponja demasiado pesada cada vez que llovía, por uno más ligero y seguro. Queríamos resolver eso antes de que llegara el invierno y, con él, las lluvias; y nosotros mismos nos pusimos a retirar tejas, aprovechando que los días entre semana, faltos de faena en el comedor, teníamos tiempo de sobra para oficiar de albañiles. Esto sería a últimos de octubre del 90. Trabajaba entonces con nosotros un camarero al que le decíamos “El Matroco”, Antonio de nombre, y un chico del pueblo, Carlos, que bregaba en la cocina. Fueron ellos quienes se subieron una mañana a lo alto del edificio y empezaron a destejarlo. Rafalito recogía las tejas a ras de suelo después de que los otros las dejaran caer por unas tablas dispuestas a modo de tobogán. El primer día no hubo mayor novedad, lo que no quitó para que desde un principio metiéramos la pata. El tejado era a dos aguas, pero nosotros, en lugar de llevar las dos vertientes a la par, empezamos destejando solo una de ellas. Al segundo día, la estructura de una de las vertientes, falta de contrapeso, cedió, y el tejado se vino abajo por la parte que aún no habíamos tocado. A Carlos el desplome lo pilló en todo lo alto, sobre el caballete en el que convergían las dos aguas. Se hundió con el tejado mismo. El Matroco se encontraba a un lado, sobre el muro, y gracias a eso se libró de la caída. El desplome provocó un estruendo que lo mismo habría valido para anunciar el fin del mundo, además de una polvareda tremenda, que impedía ver a un palmo de las narices. Carlos gritaba: estaba enterrado bajo una montaña de tierra, tejas y tablones de madera, y su voz llegaba como desde la lejanía, en un hilo que, a medida que iban pasando los segundos, se hacía cada vez más fino. Al rato, calló. Yo temí lo peor. Me apresté a socorrerlo desesperadamente, pero no veía nada. Los ojos me lloraban, tropezaba a cada instante, y no era capaz de ubicar al muchacho entre los escombros, pues faltaban ya los lamentos que me guiaran. Por lo demás, el polvo era como una rata que se me metiera en la boca con cada sorbo de aire; y, a cada intento por escupirlo, el alma se me iba en toses. “¡Carlos, Carlos, dí algo!”, grité como pude. Pero Carlos no decía nada. “¡Carlos, Carlos, contesta!”, volví a gritar.

Cuando, uno o dos minutos más tarde, llegué al lugar en el que calculaba que podría estar el muchacho, oí una voz. “Aquí. Aquí. Me acabas de pisar.” Llamé a los demás para que me ayudaran. Removimos tablas y tejas y yo qué sé cuánta porquería más alumbrada en el desplome, hasta que, de dentro de todo eso, emergió un brazo que se agitaba como haciéndonos señales. Terminamos de desenterrarlo. El muchacho había quedado encajonado en una especie de burbuja creada por el capricho de las vigas al caer. Cuando estuvo de pie, le di un abrazo como he dado pocos en mi vida. Comprendí entonces que acababa de asistir a un milagro: seguía de una pieza, ni siquiera estaba herido. En cuanto pudimos salir de allí lo llevamos a urgencias: le descubrieron una luxación en un dedo, nada más.

Por esas fechas había sacado yo unos billetes para pasar una semana de vacaciones junto a Antonio Juárez y su mujer en Las Palmas de Gran Canaria. Teníamos previsto salir el día 2 de noviembre. Cuando ocurrió lo del derrumbe los di por perdidos. Pero al final, y visto que todo había quedado en un susto, nos animamos a ir. Llevábamos la Cloti y yo sin tomarnos unas vacaciones desde que llegamos a Sevilla, en el año 81. Para qué explicar más: no invento nada si digo que fueron aquellas como visitar el cielo.

Al año siguiente, en el 91, acometimos en el restaurante la reforma del comedor principal. Para entonces teníamos ya cuatro camareros, más la Belén -la novia de Rafalito-, y un chico encargado de la brasa: seis empleados, además de Rafalito, Marimar, la Cloti, y un montón de extras los fines de semana, que era cuando el mesón se ponía de bote en bote. Comprendí que no podía aplazar más las obras un día en que me encaramé al tejado y descubrí, en una de las vertientes, una como hondonada que no parecía sino el principio de su hundimiento. Eso aparte, desde el interior, y a través del falso techo, podía verse también una viga rota. Deduje que era solo cuestión de tiempo el que la casa se viniera abajo, y alargué luego la deducción hasta concluir que, cuando eso ocurriera, más me valía a mí estar debajo. Por si no bastara con la del miedo, cada año, en cuanto llegaba el mal tiempo, tropezaba con una razón incluso más apremiante. Y es que el comedor se nos llenaba entonces de goteras por todas partes. Los días más lluviosos, de hecho, nos veíamos obligados a pasear a la gente de mesa en mesa hasta dar con la buena. Una noche, a un cliente -Fernando Camino, un vecino que vivía frente al restaurante- lo recolocamos por lo menos tres veces, y finalmente, cuando ya no hubo más rincones donde probar, hubimos de resignarnos a plantar junto a su mesa, a modo de paraguas, uno de los parasoles que se usaban en la terraza. Yo rezaba para que los sábados y los domingos no lloviera; por no limar la ganancia, evidentemente, pero sobre todo por no obligar a la gente a elegir entre mojarse o pasar hambre.

El día 20 de agosto del 91 cerré y me puse con la reforma. Antes coloqué a la entrada un cartel anunciando que volvería a abrir apenas una semana más tarde, el 28 de ese mismo mes. Iluso. Desde el mismo instante en que nos metimos en faena, nos metimos también en un jardín. El local estaba infinitamente peor de lo que suponíamos. No bien hurgamos dentro de su apariencia, lo descubrimos todo completamente penetrado por el salitre heredado de la época en que había habido allí una aceitunera. Cada vez que los albañiles probaban a horadar una regola o a incrustar un taco, los viejos muros de adobe se desmigajaban como pan mohoso. Eso nos obligó a levantar tabiques nuevos, que defendimos de las paredes que ya había regalándoles un palmo de cámara de aire, esto es, robándole entre una y otra cosa un metro muy llorado al salón. Se puso también una solería nueva, menos tosca y difícil de limpiar que el viejo suelo de ladrillos de taco. Y ya puestos, ampliamos la cocina incluyendo dentro de ella el pasillo que comunicaba los dos salones, que a partir de entonces resultaron por completo independientes el uno del otro. Y paso por alto infinidad de pequeños arreglos que fueron añadiéndose por sí solos, como gorrones a un banquete, a la labor de cada día. Al final, lo de menos fue la parte de la reforma que habíamos presumido en un principio más costosa, esto es, cambiar un tejado por otro. 

Lo que iba a ser una faena para ocho días se convirtió de este modo en un embolado que nos dejó a verlas venir durante más de dos meses. Una vez concluidas las obras, eso sí, el mesón quedó muy bonito, todo el mundo me lo decía. Algo que llamaba mucho la atención ahora era la chimenea: habíamos sustituido la antigua, de ladrillo adosado a la pared, por una de forja colgada del techo en mitad del salón, que calentaba mucho más con la cuarta parte de leña. Me paro en ese detalle porque para mí no era cualquier cosa: aún recordaba los hachazos que había dado por esos campos de Gines años atrás, cuando ni para leña tenía, e iba con el coche a hacerla de raíces de olivo. 

El día de la reapertura fue tremendo. Recuerdo que cayó en sábado. Montamos los dos comedores, y llenamos hasta la bandera, comida y cena, a pesar de no dar más aviso de que abríamos que el que cupo en un cartelito colgado a la puerta. Vinieron después semanas y meses abrumadores, que, a la vez que llenaban la hucha, me fueron vaciando por dentro de casi todo lo demás, a veces hasta ponerme enfermo. No hablo por hablar, por esa época empecé a tener muchos problemas de corazón. Un sábado por la noche, en mitad de la bulla, me entró no sé qué dolor en el pecho y por el brazo, y tuvieron que llevarme a urgencias. Cosa del corazón, ya digo, que, según los electrocardiogramas, fallaba. Mes y medio estuve ingresado en el hospital. Allí me hicieron el primero de los siete u ocho cateterismos que llevo a cuestas desde que padezco esta desgracia. Todo para nada: cuando los médicos ya no supieron qué otra cosa hacer conmigo, me mandaron a casa con un par de conjeturas a modo de diagnóstico, y un tratamiento que acabaron eligiendo poco menos que al buen tuntún.

Cerramos el año 91 con unos beneficios de dieciocho millones de pesetas. Sería el mejor de la historia del mesón. Era la época de los preparativos para la Expo del 92, y se notaba. Entre la clientela habitual teníamos a los operarios de las empresas encargadas de construir varios de los pabellones del recinto de La Cartuja. Aparte de eso, la gente en general vivía como una nueva fe la alegría de gastar, que se perdonaba interpretando el derroche como un signo de civilización. Era como si el dinero, de pronto, no costara, como si fuera otro modo de urbanidad: se cargaba en la misma cuenta que los besos, los apretones de mano, los hola, qué tal. Uno podía verlo saltar por todas partes, como las burbujas sobre el agua que hierve. Yo simplemente me apliqué a recoger las gotas que caían a mi lado, nada más. 

Acaso por eso, porque sentíamos que nuestra vida estaba por fin enderezada, y porque nos lo habíamos ganado a pulso, qué narices, nos lanzamos a partir de entonces la Cloti y yo a disfrutar de lujos que durante años habíamos mirado de lejos. Hicimos infinidad de viajes, por ejemplo. El mismo año 91 fuimos a Tenerife, en tiempo de carnavales. En el 93 estuvimos en Cuba, y conocimos La Habana y Varadero. A la vuelta, y casi del tirón, dedicamos quince días a viajar por el País Vasco. Y en septiembre de ese mismo año nos marchamos a Grecia: ocho días, tres de ellos en un crucero por las islas del mar Egeo, que fueron el viaje más bonito de mi vida. Tan solo un mes más tarde, en noviembre, tomamos un avión que nos llevó a Lanzarote, donde pasamos quince días junto a Antonio Juárez y la Mari, su mujer... De repente, sentía dentro de mí como una prisa desconocida por vivir y conocer sitios nuevos, que me consentía acudiendo a un argumento inapelable, el que lo justifica todo a partir de cierta edad. Cada vez que un escrúpulo de sobriedad se prendía de la cara de viejo que empezaba a devolverme el espejo, el bicho que vivía detrás me enterraba en el oído: “Dale, que son dos días”.

Tiré también de ese emblema para concederme el capricho con el que le hice justicia a cierta precariedad que tanto me había dolido arrastrar durante otra época: poco antes de ponerme con la obra del restaurante, ese mismo año 91, me compré un Mercedes. De segunda mano. Esto último, que fuera usado, no restó un ápice de la ilusión que me hizo conducirlo, tanto había soñado yo a lo largo de mi vida con tener uno, más que un torero.


A veces me paraba un segundo a mirarla. Mi vida, digo. Me hartaba de trabajar, como había hecho siempre; y, de haber llegado a la edad que entonces tenía por la senda de otro oficio, estoy convencido de que lo habría hecho también en el pellejo de un hombre mucho menos gastado. Pero esta vez todo tenía sentido. El dinero -por fin- se lo daba.