De
vuelta en Albendín, con seis años, el pueblo me pareció una cosa
enorme. Acostumbrado a las cuatro casas peladas de La Mimbre, el mero
hecho de que las que allí había formaran calles se me antojaba un
fenómeno. Porque en Albendín, efectivamente, había calles para dar
y tomar; por lo menos diez o doce, no exagero. Quizás más. Estaba
la calle Sol, donde se alzaba nuestra casa, la casa donde yo había
nacido. Estaba la calle Baena, que discurría en paralelo, justo por
encima. Y podíamos ir de una a otra tomando por el Callejón, que
las unía por la parte de arriba, o por la calle Nueva, que las
juntaba por el otro extremo. Venía, a continuación de esta última,
la calle del Río, y el barrio de Los Colorines, este ya con muy
pocas casas. Por esa parte era lo último. Detrás solo se alzaba una
vivienda, la que conocíamos como “casilla de Pitilillo”,
separada unos trescientos metros de las de Los Colorines, pero tan a
trasmano del pueblo que solo dándole esa patente de balde podía
considerarse parte suya.
En
la calle del Río, que llegaba de la calle Nueva hasta la carretera,
tenía yo una tía, mi tía Paca, hermana de mi madre; y muy cerca de
ella, en la calle Canteros, un tío, mi tío Juan, que fue el padrino
en mi bautizo, aunque lo fuera solo sobre el papel: a la hora de la
verdad no acudió a la ceremonia, prefirió quedarse con su yunta de
mulos arando una finca que tenía en Valdejosinas. Un domingo antes
había asistido a otro bautizo, el de un sobrino mío, y no podía
permitirse el lujo de faltar dos días tan de seguido a la faena.
Debíamos habernos bautizado juntos mi sobrino y yo, pero no sé qué
paso que hubo de partirse la ceremonia en dos fechas. Acaso alguien
reparó en la diferencia de edad, y no quisieron mezclar las churras
con las merinas. Mi sobrino no llegaba al año. Yo había cumplido
nueve. Estaba ya en edad de hacer la Primera Comunión, que iban a darme
ese mismo año, y, cuando descubrieron que, como tantos otros niños
nacidos durante la República, no estaba bautizado, hubieron de
pasarme por la pila a la carrera. Tan a la carrera que esa mañana,
al ir a echarme el agua, recuerdo que el cura se aturulló y me la
tiró sobre la ropa, que quedó empapada de arriba abajo. Para
rematarlo, me metió luego un puñado de sal en la boca, tampoco eso
lo he olvidado. Acabada la misa, desesperado, eché a correr camino
de casa, calle Baena arriba, pero ni siquiera así logré
desembarazarme ese día de mi mal fario: hube de hacer una parte del
camino azuzado por los gritos de una chica de mi edad, que no paraba
de burlarse de mí repitiendo como cosa aprendida en viernes eso de:
“¡Reñosín, reñosín, reñosín!...”. Yo había vivido aquella
jornada abochornadísimo: “Chiquitín”, referido a mí -ya dije
que tenía nueve años- era una licencia demasiado audaz.
“Reñosín”
le decían entonces al padrino en los bautizos para que repartiera
dinero entre la chiquillería, tal y como mandaba la costumbre. Si
era alguien de posibles, igual cambiaba diez duros en perras chicas,
se las metía en el bolsillo, y las iba tirando luego a poquitos aquí
y allá como si fueran polvos mágicos, al tiempo que hacía la
comitiva familiar el camino de vuelta desde la iglesia hasta casa.
Los chavales desfilábamos detrás, echándonos los unos encima de
los otros como cochinillos sobre la teta por rebañar una moneda, y,
cuando tardaban en largar el puñado, gritábamos: “¡Reñosín,
reñosín, reñosín, que se muera el chiquitín!”, para que se
estiraran ya. Llegabas a juntar tres o cuatro gordas, siempre
dependiendo de la categoría del padrino. El mío, claro está, todo
eso se lo ahorró.
La
que sí asistió al bautizo fue su mujer, o sea, la mujer con la que
mi tío Juan´vivía arrejuntado. Él, en realidad, era viudo. Tenía
tres hijos de la legítima, José, Manolillo y Francisco, solo que no
vivía con ellos. Al morir la madre, se los dio a un pariente de
esta, vecino de El Esparragal, un pueblo cercano. De los tres, es el
recuerdo de Manolillo el que más vivamente me viene a la memoria, no
por nada sino porque no tuvo el pobre casi ni ocasión de hacerse
hombre. Se ahorcó con veintipico años. Era un tipo muy extraño:
aun hoy apenas si tengo que inventar nada para sentir los hígados de
su rareza criando en alguna parte de su alma el deseo de matarse como
crían otros su propensión a coger catarros o a ponerse gordos. Era
también alguien dificilísimo como compañía. Tenía en su modo de
tratar con la gente un no sé qué de invernizo que lo hacía pasar
por desabrido incluso ante quienes más familiarizados estaban con su
condición. Llamaba mucho la atención, por ejemplo, lo poco que
hablaba. Cuando iba a visitarnos a casa era como un espíritu:
gastaba no más de palabra y media en saludar a mi madre, su tía
Pilar, se sentaba en una silla y, ya está, ahí se las podían dar
todas, que él ni se movía ni abría la boca, así pasaran como
mulas cansadas las horas una detrás de otra. Contestaba si se le
preguntaba, sí, pero, más allá de los monosílabos con que
despachaba las incitaciones de mi madre, que se ponía muy nerviosa
de verlo tan callado, no seguía conversación alguna. Junto con el
silencio, le gustaba también la soledad. Algunas veces salía con
Francisco o con Domingo, mis hermanos, que rondaban su edad, pero más
habitual era que no se juntara con nadie.
Cuando
se ahorcó, yo lo vi. Fue una mañana. La noticia corrió como el
fuego en los incendios, y al momento estaba yo en su casa, viendo qué
pasaba. Manolillo colgaba de una soga, y la soga de una viga al pie
de su cama. Se había tirado desde lo alto del colchón, haciendo los
cálculos que la faena de matarse precisa a ojo de buen cubero: la
puntita de los pies casi tocaba el suelo. Tenía la boca
completamente abierta, y la cara negra. En cuanto salí de su cuarto
eché a correr hacia casa y se lo conté a mi madre, que se enteró
por mí de la desgracia.
La
calle que traíamos, la calle del Río, tenía su nombre muy bien
ganado, y no solo porque, efectivamente, condujera hasta él. Se lo
merecía también porque solía discurrir por su centro otro río, el
del alpechín que producía el molino de la calle Nueva. Iba este a
parar a una alcantarilla que había pasadas las últimas casas, ya en
la carretera de Luque. Allí se remansaba y formaba una especie de
balsa en torno a la que, en cierta época del año, no era raro ver
apiñados a los vecinos, armados de paciencia y de lebrillo,
recogiendo el suspiro de aceite que flotaba sobre los desperdicios.
Todo eso iba luego a desembocar al río, al Guadajoz, que en invierno
venía negro de tanto alpechín como recogía de los pueblos por
donde pasa.
Al
otro lado de la carretera había una hilera de casas a la que le
decían el barrio del Tren. En Albendín no había trenes entonces ni
los hubo nunca, pero en Luque, que era el pueblo al que conducía la
carretera, sí, cruzaba por allí el tren de vía estrecha que
llevaba de Bobadilla a Espeluy, pasando por Jaén, así que es
probable que el nombre le viniera de ahí. Enfrente se extendían las
huertas, y un chamizo al que le decíamos “el corralón de Payá”,
el único edificio construido en medio de ellas. Payá -Pepe Payá se
llamaba-, además de regentar el estanco del pueblo, se dedicaba al
comercio del paloduz. Con doce y trece años, yo, como tanta otra
gente, me gané más de un jornal recogiéndolo de los sotos del río.
Era en ese corralón donde luego lo vendía y quedaba almacenado
hasta que llegaban al pueblo los camiones que corrían con el trabajo
de llevarlo a Alicante, donde decían que había una fábrica que lo
sustanciaba en medicina.
Por
aquella época, un niño de doce o trece años comía pan con corteza
a diario y para casi todo, particularmente si de trabajar se trataba.
Era normal, en consecuencia, ver a muchachos de esa edad ganándose
el jornal, cierto que no tanto en las faenas del campo como en
labores de pastoreo. Y tampoco resultaba raro encontrárselos más
jóvenes, con siete y hasta con seis años. Las criaturas que se
encargaban de guardar la cueva del almiar en los cortijos, por
ejemplo, solían tener esa edad.
Depósitos
de paja al aire libre: eso eran los almiares. Estaban rematados en
forma de cresta, para que la lluvia resbalara sobre ellos como sobre
un tejado, e iban forrados con el rastrojo de la misma paja, que
impedía que el agua los calara. Cada vez que se precisaba, se iba
cogiendo la paja de las tripas del montón, con cuidado de no
desbaratar su hechura de casa, a veces de teta, y de modo que la capa
de fuera, la que lo protegía del agua, siguiera intacta. Se iba
horadando así dentro de él algo como una cueva en la que más
temprano que tarde acababan entrando las gallinas, siempre prontas a
escarbar en busca de los granos de trigo o de cebada diseminados
entre la paja. Para evitarlo, solían poner allí de plantón a un
niño de los más pobres del pueblo, que vigilaba el hoyo a cambio de
la comida. Solo le daban eso; lo suficiente para muchas familias en
las que apartar una boca de la mesa ya era un modo de prosperar.
Por
aquella parte del pueblo, aunque a este lado de la carretera,
empezaba, o, por mejor decir, terminaba la calle Luque, la principal
de Albendín, y -junto con el primer tramo de la calle Baena-, la
única “emportá”, le decíamos nosotros, esto es, pavimentada
con algo mejor que cantos rodados. Allí estaba la posada, y, en la
acera de enfrente, solo que un poco más hacia el centro del pueblo,
la casa de Domingo el Calé, que era primo hermano de mi padre y
tenía dos hijos, Pepito y Domingo, este último un hombre con fama
merecida de ser muy largo segando, que en un pueblo como Albendín
era una de las mejores famas que podían criarse, yo trabajé a su
lado más de una vez y puedo certificarla. Unas casas más allá
vivía la familia de Emiliano, con la que también nos tocábamos
algo. La mujer de Emiliano era prima hermana de mi padre. Tenían dos
hijos y una hija. La chica estaba casada con un hijo de Juanillo el
del Villar. Lo digo porque este último, Juan el del Villar, era muy
amigo de mi padre, con quien labraba a medias una huerta, aunque él
sobre todo se dedicaba al trato, iba de feria en feria, negociando
con toda clase de animales de trabajo, mulos, burros y caballos. Así
se ganaba la vida, y le iba muy bien. Tenía tierras, e incluso pudo
comprar un cortijillo que sería luego el lugar donde aprendí yo a
segar tomando lección de mis hermanos Francisco y José Luis. Estaba
casado con una mujer muy bajita -que lo hacía parecer a él, un
hombre altísimo, aún más desmesurado-, pero muy guapa -iba siempre
muy bien arreglada-, además de muy buena: recuerdo que de pequeño,
cuando me dejaba caer por su casa para llevarle las verduras de la
huerta, solía darme tremendas propinas, dos reales, a veces una
peseta, que entonces era estirarse una barbaridad. Hijos tenía tres,
dos varones, Juanito y Pepito, y una hembra, Merceditas, como su
madre. Aquí solo voy a contar algo del mayor, Pepito. Era este un
muchacho de la edad de mi hermano José Luis poco más o menos, que
desde muy pequeño llevó metida entre ceja y ceja la ambición de
ser piloto. Piloto de los que pilotan aviones, me refiero. Por esa
razón se fue a Sevilla, a hacer la mili en Aviación, de voluntario.
No sé exactamente a qué llegó dentro del ejército, pero el caso
es que un día, hacia el año 48 ó 49, se presentó en el pueblo
subido a una avioneta con la que, después de pintar en el cielo un
par de tirabuzones que sacaron a todo el mundo de su casa, tomó
tierra en mitad del campo. El aparato se averió al ejecutar la
maniobra -por lo visto se le rompió una rueda-, pero él salió bien
parado. Como es natural, el suceso llenó de asombro a los vecinos.
En Albendín nadie había visto nunca un avión de cerca, y solo unos
pocos -los que habían vivido los bombardeos de las pavas, durante la
guerra- sabían cómo era de lejos, colgado del cielo. Así que,
instigado por el afán de curiosear en la hazaña, poco menos que el
pueblo entero se alzó en romería, cruzó el río, y enfiló hacia
los llanos del cortijo de La Silera, el paraje que la temeridad de
Pepito había convertido en pista de aterrizaje. Cuando llegaron, la
emoción de estar junto al aparato no impidió que unos y otros lo
estudiaran a conciencia. Los más tímidos lo examinaron respetándole
la frontera de los últimos cuatro o cinco metros, los que el bicho
llenaba con su sombra amenazante; pero los menos aprensivos acabaron
metiéndose debajo de sus alas, resueltos a indagarles el chiste y,
dentro de él, la maravilla de que una cosa así, tan grande, tan
pesada, tan hecha de hierro, pudiera flotar en el aire, y acercaban
la mano para tocar cada detalle del fuselaje con el mismo gesto de
adoración que usaban las mujeres, en la iglesia, ante los pies de
Cristo, cualquiera diría que por ganarse también ellos la bendición
de aquel otro dios, el de la ciencia y el progreso que nunca llegaban
al pueblo.
Fue
solo el principio: lo mejor -lo peor, en realidad- aún estaba por
venir. Y es que, justo entonces, mientras el personal merodeaba en
torno a la avioneta, arrancó a llover. Y de qué modo. Durante una
hora más o menos cayó una tormenta como hacía años que no se
veía, un diluvio que acabó llevando el sentimiento de pasmo, y la
certidumbre de que sería aquella una jornada histórica, hasta
bastante más allá de donde la audacia de Pepito los había
colocado.
Por
esas fechas no tenía Albendín puente sobre el Guadajoz. Los dos que
había habido siempre -uno al lado del pueblo, y otro, el que le
decían “de piedra”, a tres kilómetros río abajo- se los había
llevado una riada tiempo atrás. Desde entonces, solo cabía un modo
de cruzar el río: vadeándolo por un paraje donde discurría a poca
profundidad, conocido como “La Seguirilla”. Por allí lo había
traspuesto el gentío unas horas antes; por allí intentó volver a
casa, en balde, unas horas después.
Mientras
duró la tormenta, que además de agua descargó un aparato
formidable de rayos y relámpagos, solo unos pocos se decidieron a
enfrentar el chaparrón y tomar el camino de regreso al pueblo. Los
más buscaron refugio en el cortijo de La Silera, que quedaba al
lado, y solo después de que escampara, ya de noche cerrada,
emprendieron la vuelta a casa. Demasiado tarde: el río venía tan
crecido a causa de la tormenta que resultaba imposible cruzarlo.
Hubieron de volver todos al cortijo y pasar la noche allí. Eran más
de cincuenta personas, tal vez cien; muchas, en cualquier caso. En La
Silera no había camas, ni sitio donde alojar decentemente a
tantísimo personal, así que hubieron de repartirse de mala manera,
aprovechando cada rincón que encontraron bajo techo. Unos -los más
afortunados- se hicieron sitio en los pajares o las cámaras; otros
fueron a las cuadras, con los mulos; y, entre los menos espabilados,
más de uno terminó en las zahúrdas, con los cochinos. Pero
finalmente todos, una vez instalados, corrieron la misma suerte. El
cortijo de La Silera, además de ser muy chico, estaba ya entonces
medio en ruinas, y las ruinas habitadas por bastante más que mulos y
cochinos... Al día siguiente, en fin, quien más y quien menos
amaneció con el cuerpo comido de ronchas, y las piernas y los brazos
y la cara hinchados como zepelines por las picaduras de las chinches,
que, por lo visto, se criaban allí más gordas que conejos. Y todo
era lamentarse de la ocurrencia que los había empujado la víspera a
mirar de cerca el avión de Pepito el de Juan el del Villar.
Al
lado de la casa de Emiliano estaba el salón de Victoriano, la pista
donde se hacían los bailes de fin de semana, el teatro donde se
ponían las comedias que llegaban al pueblo y el comedor en que se
daban los convites de boda cada vez que se celebraba una, cosa que
entonces, siendo yo chico, sucedía muy de tanto en tanto: una boda
no dejaba de ser un lujo que más de uno y más de dos no podían
permitirse. Quiero decir que en esa época muchos novios, a falta de
cuartos con que sufragar las celebraciones, en lugar de casarse con
su enamorada, la “robaban”, así se decía entonces. Esto es, se
la llevaban a casa de un pariente cercano -un tío o un primo
valían-, donde hacían vida de casados durante un rato, con unos
días bastaba. Pasado ese tiempo, volvía la pareja donde los padres
de ella ya como marido y mujer, que es lo que pasaban a ser a todos
los efectos de la vida diaria desde ese momento. La familia de la
novia podía tomárselo a buenas o a malas pero, de cualquier modo, a
partir de ahí no le quedaba ya otra que tragar. En el peor de los
casos, había padres que, despechados, llegaban incluso a echar a sus
hijas de casa. Pero solía ser esa una reacción en caliente, animada
por la sorpresa y el disgusto, tan episódica como el arrebato en que
prendía. Por lo general, el paso del tiempo tardaba en curar luego
muy poco -lo que el trance en asentarse como un hecho consumado en la
conciencia de todos- esa clase de rencores, y solo los más
intransigentes -ejemplos se daban de quienes habían estado hasta
siete y ocho años sin cruzar palabra con sus hijas- perseveraban en
sus rencillas. También valía el paso del tiempo para que todos,
antes o después, de acuerdo con lo bien o mal que a cada cual le
fueran las cosas, terminaran desfilando por la vicaría, porque, en
último término, a todo el mundo le gustaban las cosas como dios
manda. Pero la boda, en tales circunstancias, tanto tiempo después y
en muchos casos con hijos de por medio, ya solo era un trámite.
Pasado
lo de Victoriano, un par de casas más allá, venía la de Esteban.
Esteban tenía el único coche que había en el pueblo después de la
guerra. Lo usaba como taxi, para llevar gente a Baena, creo que lo
llegué a coger una vez, aunque no recuerdo ya por qué. Era un
artefacto negro, grande, con unos guardabarros enormes, una noticia
en sí mismo. Pero que nadie se equivoque: en realidad, cualquier
coche lo fue en Albendín hasta bien entrados los años setenta, tan
poquitos había. Hasta entonces, el medio de locomoción por
antonomasia eran los animales. De ello daba testimonio el enorme
cargamento de mierda de todas clases -en forma de duro mojón o de
plasta blanda, según hubieran comido las bestias paja o hierba-
sobre la que había que ir saltando por las calles a ciertas horas
del día.
En
las cuadras más que nada lo que había eran burros y mulos. Los
caballos quedaban para la gente pudiente; para los “jarruqueros”.
Se les decía así a quienes poseían más tierras de las que podían
atender por sí mismos y por su familia, y se veían por tanto
obligados a contratar jornaleros en ciertas épocas del año, esto
es, en temporada de escarda, de siega y de oliva. Puesto que en
Albendín no había señoritos -vivían todos en Baena-, ellos
ocupaban allí la parte alta del escalafón social. Por debajo suyo,
en una posición intermedia, estaban los “rabiantines” que les
decíamos, o sea, quienes tenían alguna parcela de tierra con la que
ir tirando malamente, y rabiaban porque querían y no podían ser
como los otros, supongo que de ahí les venía el nombre. Detrás de
ellos quedaban los jornaleros, la inmensa mayoría al tiempo que los
últimos en casi todos los sentidos. Además de los cuatro muros de
su casa, sus propiedades eran el amocafre para la escarda, el azadón
para la huerta o los olivos, la hoz para la siega, la capacha para la
comida, y los piojos para todo.
Porque,
eso sí, de piojos andábamos unos y otros bien surtidos. No existía
aún en el universo de la aritmética el número que alcanzara a
contarlos, ni en el de la ciencia la fórmula capaz de ahondar en una
variedad que, por no ir más allá, abarcaba todos los colores, o
cuando menos los mismos colores que los pelos: tan diestra se
mostraba su naturaleza ajustándose a la condición de la cabeza que
los llevaba. Si tenías el pelo rojo, los piojos parecían motitas de
sangre; si lo tenías moreno, eran negros. Los que vivían repartidos
por el resto del cuerpo, esos sí parecían respetar cierta
uniformidad: todos eran blancos con una raya en el centro, solo que
mucho más gordos que sus vecinos. Y vivían como las personas, en
sociedad: colonizaban las costuras de la ropa, todas las costuras sin
excepción, por no decir que fundaban en ellas sus ciudades, y su
república en cada hijo de vecino.
Aparte
de eso, un jornalero no tenía ni dónde caerse muerto.
Los
jornales se contrataban en la plaza, frente a la iglesia. Allí se
plantaban de madrugada cuantos se ofrecían para trabajar, y por allí
pasaban los jarruqueros poco después para escoger según les
encartase. Los mejores, los obreros más capaces y fuertes, no tenían
que esperar mucho, de ordinario ni siquiera necesitaban llegarse a la
plaza: iban a buscarlos directamente a su casa, y, cuando no,
enseguida aparecía alguien dispuesto a pagar por ellos más que por
otros. Después de apalabrado el salario, se volvía cada cuál a su
casa, desayunaba, cogía la capacha con la comida del mediodía, y se
iba a la faena. Para el postre se quedaban los más bisoños y
torpes, a veces simplemente los más viejos, y, frente a ellos, los
propietarios que ofrecían los jornales menos atractivos, por breves
o malpagados. A los más desgraciados aún se les veía por allí,
aguardando, bien entrada ya la mañana, prontos a aceptar lo que
fuera con tal de llevar ese día a casa algo de dinero.
Precisamente
al lado de la plaza, vivía en aquellos tiempos de posguerra el
alcalde del pueblo, un jarruquero que gustaba de adornarse en
público, además de con el cargo, con un finísimo sentido del
humor. Él no acudía nunca a contratar jornales en persona. Ese
trámite prefería encargárselo por dos perras gordas a algún
gastarrecados aficionado a lamer culos. Cuando este último volvía
para rendirle cuentas, acostumbraba a recibirlo preguntando: “¿A
cómo está hoy el estiércol en la plaza?”. El otro pasaba
entonces el informe: a cómo le habían salido los jornales, con
quién se había apañado para trabajarlos, quién había pagado más
ese día, y a quién, y cuánto.
Lo
que duraba luego la jornada de trabajo lo decidía el sol. No había
más reloj. Literalmente: nadie los tenía. Relojes de bolsillo,
quiero decir. Eran un lujo que muy pocos se podían permitir. Quizás
algún manijero tuviera alguno, de esos que se llevaban en el
bolsillito del chaleco enganchados a una cadena, pero ya está. La
gente se guiaba como podía por la luz del sol, o sea, por la medida
de la sombra que arrojaba este sobre los árboles, o sobre tu propia
persona si es que no había árboles. La principal referencia, el
mediodía, la hora en que se paraba a comer, se anunciaba con señales
elocuentes: lo era cuando al caminar te pisabas la cabeza, ahí no
cabían dudas. Si daba la casualidad de que andabas trabajando en las
inmediaciones del pueblo, a uno, dos, quizás tres kilómetros,
entonces el tañido de las campanas venía en tu ayuda y todo era
algo más sencillo. En tal caso, no bien sonaban las doce en el reloj
de la iglesia, dejaba el personal la faena, abría la capacha y daba
cuenta de lo que hubiese dentro, siempre con cuidado de dejar un
resto para la tarde, por tener algo que echarle a “la ciega”
cuando se presentara. El tiempo de la comida -de la merienda, como se
decía entonces- no era para todas las labores y todas las temporadas
el mismo: aumentaba en la misma medida en que crecía el día. En
época de aceituna, por ejemplo, apenas si se echaba media hora
almorzando. En la escarda la merienda duraba más, una hora más o
menos, que, en verano, durante la siega, se convertían en dos.
Bastante
más difícil resultaba decidir luego la hora en la que estabas, y si
eran las seis o las siete, o las siete o las ocho, por ejemplo. Claro
que eso a nadie le importaba demasiado, y de cara a la faena tampoco
tenía mayor interés: sencillamente, la jornada de trabajo terminaba
cuando declinaba el sol.
Además
de a mediodía, el reloj de la iglesia tocaba otras tres veces cada
jornada. Por la mañana daba las nueve -en tres tiempos,
tintintín-tintintín-tintintín, algo así- con una campana de
sonido muy fino: para esa hora, en verano, ya estaban las gentes
hartas de trabajar. Las doce las daba con una campana bastante más
ronca -ton, ton, ton...- que se oía a más de tres kilómetros de
distancia. Tocaban después a vísperas, a las tres de la tarde, solo
que en lugar de darlas con tres campanadas se anunciaban con un
repique de la campana más fina, la de las nueve de la mañana.
Servía este toque para levantar al personal de la siesta, y para
poner sobre aviso a las mujeres, que sobre esa hora comenzaban a
apañar el puchero de la cena.
Era
esta la comida más fuerte del día, y consistía casi siempre en un
cocido. Entonces las cocinas eran de leña, y se reducían a una
sencilla hornilla de barro, en forma de media luna. Si la leña era
de olivo -la más poderosa, la que más duraba- el fuego solía
rabiar, alegre y fácil; pero si era de otra madera, había que andar
atizándolo a cada rato para sacarle el brío con que llevar el guiso
hasta el final. Existía también otra clase de cocina, de hierro,
montada sobre una especie de trípode, las estrébedes le decíamos.
Pero tanto en estas como en las de barro, a la olla del cocido las
cuatro o cinco horas no se las quitaba nadie. De ahí que se pusieran
las mujeres con la cena tan temprano.
Una
vez terminado el guiso, cuando los hombres volvían del campo, se
volcaba en una fuente grande, de barro, que se colocaba en medio de
la mesa, cogía cada cual su cuchara y, uno detrás de otro, iban
todos los presentes metiendo baza, por orden y guardando la vez. Y
del mismo modo se procedía en el campo, durante el verano, solo que
eran entonces trozos vaciados de pepino y hojas de cebolla metidos al
oficio de cucharas los encargados de lidiar con la cazuela de
gazpacho.
El
último toque de campana sonaba al ponerse el sol. Se le llamaba “la
oración”, y lo daba la campana que había dado antes las doce, la
más grave. Los labriegos dejaban en ese momento de trabajar; los
cabreros, los porqueros, los muleros recogían sus rebaños; y todos
se volvían para el pueblo. Se encendían entonces las pocas luces
que había repartidas por sus calles -las que arrojaban diez o doce
faroles, no había más-, y los candiles o los carburos de cada casa,
raramente las bombillas, pues recién terminada la guerra, en lugares
como Albendín, la luz eléctrica aún era una leyenda. Al pueblo,
después, ya solo le quedaba morirse hasta el día siguiente.
A
continuación de la casa de Esteban, el taxista, venía la de uno al
que le decíamos Pecatilla, dueño de la zapatería del pueblo. Y,
después, el salón de Eladio, que lindaba con la iglesia, el corazón
de Albendín. De allí nacían, además de la calle que traíamos -la
calle Luque-, en un sentido, la Callejuela -hoy calle Castro-, y, en
otro, perpendicular al anterior, la calle Baena, la más larga del
pueblo, que subía cruzando la pedriza de Porretillas y llegaba hasta
la casa a la que le decían “del chino”. Eso tomando hacia un
lado. Tomando hacia el otro, estaba la calle Serrillo -hoy calle
Jaén-, y una parte conocida como “El llano”, donde se alzaba el
cuartel de la Guardia Civil. Más allá, solo quedaba el río
Guadajoz circundando el pueblo, trazando a su alrededor ese como arco
de herradura que puede verse en los mapas.
Como
ya dije, antes, a uno y otro lado de sus orillas, todo eran huertas y
más huertas. Río abajo, empalmaban unas con otras forrando el cauce
de una especie de funda reticular que llegaba hasta Castro del Río.
Río arriba, se extendían siete u ocho kilómetros, hasta tocar lo
que entonces era la junta de los ríos y es en la actualidad el
pantano de Vadomojón. Nada de eso queda ya: hoy todo son olivos.
Por
aquella época, el cauce del río estaba lleno de norias que surtían
los regadíos. Se trataba de unos ingenios enormes, que en algunas
partes podían verse a varios kilómetros de distancia. Aunque hechas
de madera, el sol las hacía brillar a lo lejos como si fueran de
charol. Su presencia se hacía notar especialmente en verano, por la
noche, cuando el pueblo quedaba en silencio, y el calor empujaba a
sus vecinos a dormir con todas las ventanas abiertas o, mejor aún,
sobre un camastro improvisado a la puerta de casa.
Podías
sentir entonces, ya acostado, su chirrido cansino, interminable, de
animal apaleado, enterrándose en tu oído como una canción de cuna,
a la vez que descargando en tu conciencia su ilusión: la de una
pesadumbre extrañamente lánguida e hipnótica, cojita de las dos
patas, como la rutina sin historia de la vida en el pueblo...
Y
enseguida te quedabas frito.