lunes, 23 de septiembre de 2024

INCENDIO

 



Llevar la contraria fue siempre un deporte minoritario que, salvedad hecha de los niños maleducados, a partir de cierta edad solo se atrevían a practicar espíritus inusualmente aguerridos en sociedades muy pero que muy avanzadas.

Eso era antes, claro. 

Hoy, esa disciplina la cultivamos casi en exclusiva los bocachanclas de la familia a la vez que viajamos de la segunda a la tercera copa -el codo plantado como un piolet sobre la barra del bar de debajo de casa, naturalmente-, solo por darle al puntito que amanece con la cuarta esa mano de heterodoxia que abre luego tantas puertas a la hora de ligar con la camarera. Quiero decir que en un mundo como el presente, lleno de bares llenos de ligones frustrados y, por tanto, de negacionistas perfectamente capaces de ganarse la vida en el circo, dar con un disidente que no vaya borracho y de verdad merezca ese nombre no deja de ser un pequeño milagro. 

Por eso vengo yo hoy aquí con esta cara de felicidad. Cómo no traerla, si he sido testigo de uno. Imaginaos: yo era un tonto y encontré un lápiz... O sea, una disidencia en condiciones. Una de esas disidencias que contaminan el hígado con la aberración más sucia antes de infectar el alma con la pasión más ciega, y, aun así, son capaces de justificarse luego con algo mejor que el idioma de los eruptos y la autoridad de mis santos cojones. "De acuerdo, yo seré un hijo de puta de mierda, tal y como dicen que soy quienes me conocen, pero mi veneno", grita hoy mi conciencia de hereje, "tiene sentido".

Al calor de esa conciencia os propongo mirar las pestes que asolan el mundo -los cuarenta mil muertos de Gaza, los siete mil muertos de Ayuso, la última mujer muerta a manos de su pareja, por no ir más lejos- desde una perspectiva nueva, despótica y cruel, sí, y, por eso mismo, definitivamente heroica... O de otro modo: os propongo salir ahí afuera y proclamar a pesar de todo -o, mejor aún, contra todo-, la belleza. Perdón, corrijo: la Belleza.

Que rendirse a la belleza es el mejor modo de exaltar la vida todo el mundo lo sabe. Lo que a menudo se olvida es que la belleza, cuando va así, con mayúsculas, es siempre revolucionaria. Y que al héroe resuelto a acercarse a ella habrá de asistirle una virtud infinitamente más rara y preciosa que el valor.
También más puta.

La inocencia.


 

Oí “BOUMMM”, y corrí. Arriba, en el cielo,
podía verse el humo, cada vez
más denso y, en su centro, igual que un pez
por dentro de un gran témpano de hielo,

la luz. Sentía yo como un pañuelo
de seda entre los labios la fluidez
nueva del aire envenenado; y su hez,
picante y dulce, como un caramelo

azul. Llegué. Y aquello parecía
la guerra: llamas, lágrimas, gemidos
de angustia, y, de repente, azul, el grito

pelado de mi madre al ver que ardía
su piso tan callando. Hubo heridos,
y un muerto: azules. Todo fue bonito.



























lunes, 2 de mayo de 2022

Amar cabras

Lo de hoy precisa de poca introducción. Si acaso, bastará con colgar aquí uno de esos carteles que sirven para advertir a los blandos de que lo que viene a continuación podría herir su sensibilidad.

Así que ya estáis avisados. Si decidís seguir adelante, andad con ojo, en especial cuando lleguéis a cierta escena particularmente turbadora -esa que pinta a las cabras alejándose calle abajo- entremetida a muy mala idea en el relato: podríais romperos la crisma al intentar cruzarla. O dicho de otro modo: si después de leerla no os echáis a llorar como becerros acuchillados, os devolvemos el dinero.

Os pongo en antecedentes. Nuestro héroe acaba de cumplir diecisiete años. Ha pasado los tres o cuatro últimos  de su vida trabajando como pastor, cuidando las cabras de la familia, y aborrece el oficio. Un día convence a su padre para que venda el rebaño, y consigue quitarse por fin ese yugo de encima. Solo que -oh- conoce el corazón tantísimas razones que la razón ignora...




...Me aterrorizaba la idea de ser cabrero toda la vida; y tampoco quería vivir hecho un esclavo sometido a las labores del campo, deslomado de sol a sol. Yo tenía otras expectativas. Yo tenía ambiciones... Un día se lo expliqué a mi padre, más o menos. Le dije que las cabras no eran lo mío, y cuánto deseaba dejar el oficio. Supongo que se cansó de oírme a todas horas con la misma queja en la boca; lo cierto es que al final me hizo caso y las vendió. Aunque no sin antes dejarse caer con un “te acordarás de ellas”, a modo de admonición: el hombre no concebía para mí otro futuro que no fuera el peor.

Se equivocó. Nunca me arrepentí, al contrario. Pero admito que, en cierto sentido muy distinto al que quiso dar a sus palabras, sí que acertó, y de lleno. Quiero decir que, cuando vendió la piara, un día del mes de mayo del año 50, y vi salir de casa a las cabras para siempre... Dios, entonces cómo lloré. Como no lo había hecho ni siendo niño. No, no es que temiera lo que me esperaba a partir del día siguiente, trabajar la tierra en la huerta, en Los Reventones, o a jornal... No, qué va. Lloraba porque veía cómo otro se llevaba los animales que habían sido mi compañía durante años, y con ellos tantos recuerdos tiernos y felices. De pronto, me sentía unido a mis cabras por un tejido de hilos secretos que hasta entonces las servidumbres del oficio habían tapado. Aguanté en la puerta de casa, mirándolas con los ojos imantados a través de las lágrimas, mientras se alejaban calle abajo, y hasta que doblaron la esquina de la calle Nueva. Iban todas juntas. Oyendo sus últimos berreos, se me echó encima, de golpe, todo el tiempo pasado a su lado, tantos años... por lo menos cuatro. Y sentí por cada una de ellas una compasión infinita. Recordé los primeros días... Volví a ver a la Naranjita, que tenía ya ocho o diez años, y fue la primera cabra que compramos y, por tanto, la madre y abuela de las demás. Y vi también a las hijas de su primer parto, la Tuerta y la Golondrina; y a las que tuvo al año siguiente, un macho y una hembra, Regalito le puse a la cabritilla, al macho lo matamos para comer. Y a todas las que llegaron al tercer año, con los primeros partos de la Golondrina y la Tuerta, y otro más de la Naranjita...

Aunque por todas sentía pena, antes que a ninguna otra me dolía perder a la Golondrina, que era una cabra muy nerviosa, pero también muy dócil y muy lista, muy enseñada. Cada vez que cerraba los ojos se repetía en mi memoria la misma escena: yo llamándola, y ella berreando y acercándose al trote para darme con el hocico en la mano e incitarme de ese modo a que la acariciara, como lo habría hecho un perro. Cuando cogí las fiebres de malta, allá por los dieciséis años, y fue Antonio, durante los once meses que estuve guardando cama, el encargado de traer y llevar las cabras al campo, lo fue cada día, mi perro, digo, al menos durante un rato. En el momento en que sentía yo a mi hermano cruzar con el rebaño por el pasillo de la casa, yendo o viniendo del corral, gritaba “¡Golondrina!”, y la cabra entraba en mi habitación berreando, para plantar sus manos sobre la cama y lamerme. Lo mismo que un perro, ya digo. Qué buena era. En el campo, solía recoger para ella cebolletas silvestres -a las cabras les encantan-, o espigas de trigo, o habas, la llamaba, y se acercaba corriendo a comer de mi mano. Mientras la veía alejarse, ese día no podía dejar de pensar en el destino que les aguardaba especialmente a ella, a su hermana y a su madre. La Naranjita seguramente iría al matadero: aunque daba todavía bastante leche, era vieja. A la Golondrina quizás la dejaran vivir algún tiempo: era muy lechera, y podría criar dos o tres años más. También la Tuerta daba mucha leche, en eso era como su hermana, aunque solo en eso, el carácter lo tenía muy distinto, era muy traviesa y muy díscola, muy libre. Se había quedado tuerta de cría, después de que se le clavara una punta de espino en el ojo, y cumplía con el refrán: ningún tuerto hay bueno.

Estuve dos días como atontado: no me hacía a estar sin mis cabras. Claro que tampoco pude recrearme mucho más en esa pena: mi padre me mandó del tirón con mis hermanos Francisco y José Luis a cavar a Los Reventones. No era aún tiempo de jornales, de manera que estábamos todos en lo nuestro: o en la huerta o en los olivos de Los Reventones, que entonces eran poco más que plantones y no daban fruto.

El verano de ese año fue muy duro. Estuvimos dos meses de siega. Mi padre le había contratado a Juan el del Villar todo el cortijo, nueve fanegas en total, que segamos entre mis hermanos y yo. De allí nos fuimos a Vadomojón, dieciséis fanegas. Y así durante dos meses. Al principio creí que me moría. Comparada con aquello, la vida del cabrero era jauja. Eso aparte, al lado de mis hermanos, auténticos virtuosos en el manejo de la hoz, yo me sentía un completo inútil. Los primeros días fueron muy humillantes. Intentaba seguirles el paso, pero ellos me dejaban atrás nada más ponernos a la labor. “Tú hazlo bien, que cuando aprendas ya correrás”, me decía una y otra vez Francisco, que era uno de los mejores segadores del pueblo. Eso procuraba. Solo que, cada vez que alzaba la vista y miraba hacia atrás, se me caía el alma a los pies. La fila de mis gavillas daba grima: aunque me afanaba obsesivamente en infundirles algo de prestancia, quedaban siempre igual, esmirriadas y hechas un gurruño. Nada que ver con las suyas, llenas y voluptuosas como formas de mujer.

Ese año no segué a jornal. Mis hermanos sí llegaron a echar algunos; pero yo, en cuanto terminó la siega, me fui derecho a la huerta. Me encargaba de cosechar los tomates y las hortalizas -rábanos, lechugas, acelgas, espinacas...-, y de ir luego a venderlos por los pueblos y cortijos de la zona, nunca más allá de Las Máquinas en verano, más lejos en invierno, hasta la parte de Luque.





lunes, 4 de abril de 2022

El año del hambre

    Probablemente sea el fantasma más popular de cuantos pueblan la memoria colectiva. De niños, casi todos oímos a nuestros padres o a nuestros abuelos hablar de él al tiempo que nos afeaban un mohín de inapetencia frente al plato lleno. Y, aunque usó en cada lugar un disfraz distinto y un modo particular de descargar su hachazo, y aunque en unos casos fue este o aquel y en otros el anterior o el siguiente,  en todas partes dejó la firma de una ferocidad y una congoja inconfundibles.

    Si hubo alguna vez un sacamantecas digno de ese mote y ese oficio, fue él.

    Al pueblo de mi padre llegó en el invierno de 1945 a 1946. Este es su testimonio.






 El hambre que trajo el año 46 no es para ponerla en un escrito. Mejor idioma sería la angustia de tantas noches pasadas en blanco por esos campos en busca de qué robar, y la cuenta de los muertos que se llevó por delante. No hablo por hablar: solo en Albendín, mi pueblo, hubo más de veinte. A varios de ellos los vi yo gastarse de día en día. Uno -acaso uno y medio- vivían en mi calle.

1945 había sido un año de mucha sequía. Esa desgracia yermó sobremanera los sembrados. Buena parte de las sementeras ni siquiera llegaron a echar la espiga, y tres cuartos de lo mismo pasó con las legumbres. Los pueblos como Albendín dependían por completo de esas cosechas; junto con las huertas y los olivos eran su única riqueza, restados cuatro bares y cuatro tiendas. Faltándole eso, sobra decir que al pueblo le faltó aquel año lo necesario, circunstancia que tardó luego muy poco en pasarle factura. A medida que discurrían los meses y se agotaban las provisiones, la tristeza, en efecto, esa tristeza sorda y viscosa, con naturaleza de pegamento, que acompaña de ordinario a la escasez, fue instalándose a sus anchas en las despensas y en los cuerpos. Lo hizo imitando en todo el modo de operar de las plagas en los cultivos, callada pero implacablemente, sin exhalar más estridencia que el sentimiento de frustración frente a la alacena y las carnes cada vez más escurridas, frente a las mesas y los estómagos cada vez más solos, frente a los mutis del tocino en uno y otro sitio. Cuando llegó el invierno, ya no quedaba en los graneros nada de lo poco que se había criado ese año, ni reservas del anterior. No había trigo, ni cebada, ni garbanzos, ni lentejas... A partir de ahí, del modo más natural, como empieza el mar cuando la tierra se acaba, empezó el hambre.

Nosotros teníamos sembradas más de veinte fanegas entre cebada y trigo, don Gregorio Sánchez le había cedido el terreno a mi padre por la mitad de la cosecha. Pero no hubo caso: fue esta tan escasa y mala que no mereció la pena segarla. “Mira, Domingo -le dijo don Gregorio a mi padre-, lo que hay no da ni para jornales. Si te encarta, recoge con tu familia lo que puedas y quédatelo, este invierno te vendrá bien. A mí no hace falta que me des nada.” Puso entonces mi padre a todos sus hijos a hacer la siega, que no pudo ser más lastimosa. Buena parte de la cebada no se podía cortar de lo menguada que estaba, y tuvimos que arrancarla a manojos, como si fuesen hierbajos. En la mayor parte de lo sembrado, lo mismo en la cebada que en el trigo, ni siquiera llegó a brotar la espiga; aun así lo recogimos todo. “No quiero que se pierda nada, para algo valdrá”, fue el corolario con el que se acostumbró mi padre a tapar la evidencia de que trabajábamos para el obispo cada vez que alguien protestaba. Yo tenía trece años y me acuerdo como si fuera hoy: dejamos la sementera pelada. Don Gregorio nos prestó luego unos mulos con los que llevamos la cosecha hasta la era de su cortijo, allí la trillamos, mis hermanos mayores ablentaban, y Antonio y yo pasábamos el rastrillo por el pez de la tolva para sacar las granzas. Creo que juntamos unas ocho fanegas de trigo y doce de cebada. Además de toda la paja: teníamos entonces un burro, y ese año fue su alimento.

Los meses de invierno, como todos se temían, fueron terribles. Los más pobres solo siendo también los más fuertes, o los más afortunados -o los más ladinos-, consiguieron salir del envite con las carnes en su sitio. En su caso, las cartillas de racionamiento, que daban derecho a comprar un poco de lo esencial cada día, aceite, pan, garbanzos..., apenas si ayudaban: muchos no tenían con qué pagar ni siquiera eso. A falta de otra cosa que empeñar, la gente sacaba para los cupones de la comida después de vender los del tabaco. Y, cuando también eso se acababa, sencillamente, tocaba pasar hambre... Y dormir de día, para poder salir de noche a vendimiar furtivamente por la fincas de los alrededores el sustento del día siguiente.

Ya en primavera los campos trajeron algún remedio en forma de plantas silvestres y forrajes que el hambre atrasada volvió de pronto comestibles. Con los cardillos de burro había quien preparaba ensaladas, y quien arrancaba los cardos cuca antes de que echaran pinchos para comerse las raíces y los tallos. Hasta los jaramagos se llevaron a la cocina los más valientes ese año, yo vi a alguno serlo del todo y hasta el extremo de hacer de la necesidad virtud asegurando que no había cosa más rica.

        En mi casa no llegamos a pasarlo del todo mal. De la familia, acaso quien más padeció fue mi hermano Domingo, que por aquel entonces tenía ya dos hijos, Dominguín y Francisco. Mi padre le hacía llegar de tanto en tanto acelgas o espinacas de la huerta. Y, en cierto momento, cuando la cosa se puso muy fea, habló con Antonio el Rubio, un vecino que criaba vacas de leche, para que le diera un litro cada día, bajo promesa de que si su hijo no se lo podía pagar más adelante, él mismo lo haría. En los pueblos entonces se estilaba eso mucho: comprar fiado en invierno y pagar en verano, cuando llegaba la siega y, con ella, los jornales y el dinero para todos. Además de los pobres de solemnidad, fueron por esa razón los vecinos que criaban fama de malos pagadores los que acabaron subiendo ese invierno la cuesta del hambre por la parte más empinada.

A mediados de mayo empezaron a ponerse las cebadas de color y la situación fue tomando otro aire. Apremiada por la necesidad, la gente segaba las mieses aún en agraz y las ponía a secar al sol por ahorrarse la paciencia de dejarlas madurar y verlas convertidas en comida lo antes posible. El resultado era un pan infame, que pasaba como una trilla por la garganta de las muchas raspas que llevaba. Ni que decir tiene, era también un pan -milagros del hambre- que sabía a gloria.

Finalmente, en junio, con los primeros frutos de la nueva cosecha bien granados, las penurias empezaron a disiparse. Volvió el trabajo a los campos y la alegría a las despensas. El año 46, a diferencia del anterior, vino con una cosecha espléndida, o esa impresión se tuvo en aquel momento, hoy ya no me atrevería a asegurarlo: tras de tanta calamidad, cualquier cosa que no fuera carecer de lo esencial se confundía entonces fácilmente con la abundancia.

        De lo que fueron aquellos días sin nada, pero, sobre todo, de lo que fueron aquellas noches y aquellos campos llenos de gente sin dónde caerse muerta, obligada a llevar a casa algo de comer como fuera antes de que amaneciera, dará idea lo que nos pasó a mi hermano José Luis y a mí una vez que fuimos a robar habas al cortijo Morana. Íbamos muchos, por lo menos un grupo de seis o siete, pero del único que me acuerdo es de mi hermano. Sí sé que llevábamos muy poca luna, y que apenas se veía a unos pasos de distancia. Cuando nos disponíamos a pasar por medio de una sementera muy crecida, oímos voces, y nos escondimos entre el trigo, a diez o doce metros del camino. A medida que los caminantes se acercaban, fue ganando su conversación volumen y claridad suficientes como para que alcanzáramos a reconocerlos. Comprendimos que era gente de Albendín, y salimos a su encuentro. En el grupo iba un medio amigo mío, “Pitilillo”, un muchacho tres años mayor que yo. Venía el hombre en calzoncillos blancos; sin pantalones, me refiero. “¿Qué te ha pasado?”, quisimos saber. Nos contó que había estado robando habas, y que, con el saco a medio llenar, lo habían sorprendido los guardas. Se habían quedado estos con el saco, como es natural, y él con un palmo de narices que enseguida empezaron a escocerle como un sopapo en mitad de su orgullo. “Como hay dios que llevo hoy habas a mi casa”, se medicó. Y, efectivamente, poco más tarde volvió a intentarlo. A falta de otra cosa, usó esta vez como saco sus propios pantalones, después de atarlos por la parte del pernil. Casi los había llenado, cuando volvieron a aparecer los guardas, que procedieron del mismo modo, solo que en esta ocasión acompañando su chulería de chistes y risitas aún más que de amenazas. “Y así me he quedado, ya veis -resumió-, sin habas y sin pantalones.” Por el grupo de Pitilillo supimos que estaba esa noche el campo muy concurrido, y que difícilmente podríamos rascar nada que mereciera la pena por aquella parte. A pesar de todo nos llegamos hasta la finca en cuestión. Allí, guarecidos tras de unas chumberas, esperamos hasta que empezó a amanecer. Cuando nos convencimos de que no había guardas cerca, nos abalanzamos sobre las habas y cargamos cuanto pudimos, no mucho, esa es la verdad: fresca todavía la crónica de Pitilillo, el miedo a correr su misma suerte hizo que, al menos por esa noche, aun más que la codicia nos apretaran las ganas de aligerar.

En invierno y hasta bien entrada la primavera, eran los habares de los pocos cultivos que rendían algo más que promesas para el futuro. De ahí que, junto con el de sus vainas, terminaran todos criando, en mayor o menor medida, aquel otro fruto: el de tantos y tantos espontáneos resueltos a esquilmarlos a poco que se les presentara la ocasión de hacerlo. De ahí, también, que se los pertrechara de tanta vigilancia. Había noches en que, sumados los unos a los otros, los ladrones a los guardas, irradiaba la oscuridad y, dentro de ella, el silencio en que dormían las matas, una animación tan atravesada de latencias, un efluvio tan de plaza en domingo, que resultaba imposible cruzar aquellas horas de la madrugada sin contagiarse de cierto espíritu verbenero. Saquear sembrados se volvió en esa época un ejercicio excitantísimo, acaso porque a partir de cierto momento, en cuanto los robos se convirtieron en el pan de cada día, fue también muy peligroso. Pinchados por los dueños de las fincas, que veían cómo se las desvalijaban noche tras noche, los guardas alumbraban en muchos casos auténticos perros de presa, prontos a cebarse en el desgraciado de turno con rencor de lacayo resabiado. No exagero: en Albendín, los de un cortijo al que le decían El Donadío incluso llegaron a matar a un muchacho.

El caso fue muy sonado en la época, acabó en los tribunales, y se sustanció en juicio y condena. Sucedió que una noche dos guardas del cortijo sorprendieron al chico en medio de las habas. Aunque solo tenía doce o trece años, la emprendieron con él a golpes como si de una fiera se tratara, no pararon hasta que lo dieron por muerto. Lo tiraron luego al medio de unos trigos, y regresaron al cortijo a maquinar el plan con que tapar la fechoría. Dos días más tarde, cuando ya lo tenían bien rumiado, volvieron al lugar para descubrir que, allí donde recordaban haber dejado al muerto, no quedaba nada, solo un reguero de sangre que se perdía entre las mieses. Lo siguieron. Hallaron lo que buscaban a unos cien metros de distancia, los que el muchacho había cubierto arrastrándose, antes de morir de verdad. Cuando amaneció el cadáver estaba colgado de un olivo. La idea era simular que se había ahorcado por su propia mano.

Nada más se supo del asunto hasta que, tiempo después, el padre del muerto, un hombre sin ningún recurso que dio la casualidad de que tenía a un hermano viviendo en nuestra misma calle Sol, se acercó a pedir a El Donadío y vio allí, colgada de una percha, la capacha que llevaba su hijo cuando murió, y que él mismo había tejido. Al pronto, allí, en el cortijo, no dijo nada, pero cuando llegó a Noguerones, su pueblo, se lo contó todo a un familiar, que, a su vez, le refirió el caso a un guardia civil de Albendín con el que tenía amistad; Juanón le decían a este último. El guardia informó al cabo, que, no bien lo supo, se presentó con el padre en el cortijo. La capacha aún seguía en el mismo sitio, colgada de la pared entre otras muchas. El padre la señaló. “¿De quién es esta capacha?”, preguntó el cabo en cuanto hubo reunido a quienes en ese momento estaban en la casa. Alguien contestó: “Del guarda”. Había en el cortijo dos guardas, se trataba del más joven Lo mandaron a buscar, y se lo llevaron al cuartel de Albendín. Allí dicen que le hicieron poco más o menos la mitad de lo que él había hecho con el muchacho semanas atrás. Confesó, naturalmente. Contó que el niño había intentado defenderse para que no le quitaran la capacha llena de habas, y que entonces ellos la emprendieron a garrotazos con el desgraciado hasta que dejó de moverse. También dijo que él en realidad no quería hacer lo que hizo, pero que su compañero, mucho mayor que él, lo obligó. Fue lo que alegó después, en el juicio. Al menos eso se decía por el pueblo, uno de los pocos sitios donde se comentó el asunto, dudo mucho de que la noticia llegara a los periódicos: a los que sí tenían para comer no les hacía gracia ver a nadie abonando la impresión de que los señoritos se cobraban las habas que les robaban con la vida de niños de trece años. Crímenes como aquel solo transcendían entonces empujados por el boca a boca. La mayoría ni siquiera se investigaban seriamente; si la casualidad no los resolvía por sí misma, se enquistaban entre la indiferencia de unos y el miedo de otros, y pasaban antes o después a ocupar plaza de leyenda en el sentimiento de todos. En aquel caso sí hubo un proceso; condenaron a los verdugos a seis o siete años de cárcel, quiero recordar. El más joven de los guardas terminó casándose con la hija del director de la prisión, o eso decían, y el otro volvió a trabajar en El Donadío una vez estuvo en la calle. En cierta ocasión incluso se paseó por Albendín alardeando de su proeza. Yo lo vi. Fue una noche de verano a principios de los 50, rondaría yo los dieciocho o veinte años. Me encontraba en lo de Victoriano, el salón de baile que había en la calle Luque, cerca de la iglesia. Cuando se corrió la noticia de que aquel tipejo andaba por el pueblo desparramando barbaridades, fui a ver qué pasaba. El hombre estaba en un bar, borracho. Era un pelele de tres cuartas, no medía más. Tenía, eso sí, tanto de chulo y de hazañero como de poca cosa, se había puesto a faltar a la gente y a decir que lo mismo que había despachado al chaval estaba dispuesto a despachar a quien se le pusiera por delante. En cierto momento, los vecinos, enrabiados, lo encimaron y se liaron a contarle cada hueso del cuerpo. Al alboroto acudió el cabo con un guardia. En cuanto supo de qué iba el caso, trincó al borracho, se sacó el cinturón de las cinchas, y lo arrastró fuera del pueblo al tiempo que sumaba sus propios azotes a los de la paliza que el otro ya llevaba puesta. “No quiero verte el pelo por aquí nunca más”, le recetó, con el último cinturonazo, a la altura del puente donde terminaba entonces el pueblo. De todo fui yo testigo, ya digo.

        Curiosamente, unos días antes de que mataran a aquel muchacho, nos trincaron a mi hermano Antonio y a mí en el mismo habar. Habíamos estado antes en El Bajuén, otro cortijo, a tres kilómetros de El Donadío, pero merodeaba esa noche por allí tanta gente que no hubo manera de meterle mano. Se nos ocurrió entonces acercarnos hasta El Donadío. Allí la cosa parecía mucho más tranquila. Nos metimos en el habar hasta unos cincuenta metros de la linde. Antonio recogía con una talega, yo con un macuto que me acompañaba desde los años de la guerra, en La Mimbre; y, cuando los teníamos llenos, íbamos a vaciarlos a un saco que quedaba en medio de los dos. Lo llevaríamos por la mitad cuando sentimos hablar a alguien, y, casi al instante, unos bultos acercándose hacia nosotros. Nos tiramos al suelo. Eran tres personas. La noche estaba muy oscura, y para ver a un palmo había que fijarse mucho. Pasaron a nuestro lado sin reparar en nada, aunque tan cerca que a punto estuvieron de pisarnos. Lo que ellos no sintieron lo sintió sin embargo el perrillo que los acompañaba, una rata, poco más, que se quedó de plantón, ladrando a la altura de Antonio. Los guardas dieron entonces marcha atrás y nos descubrieron. Uno de ellos me cogió del cuello de la chaqueta. “Levántate, hombre”, me dijo. Junto con lo que había dentro, nos quitaron la bolsa y el macuto, y mira que se nos secó la boca pidiéndoles que al menos nos dejaran eso. Antes de echarnos, filosofaron: “Si sabéis lo que os conviene, no volveréis”. Hicimos como que nos íbamos, pero en cuanto nos convencimos de que ya no nos sentían, dimos marcha atrás y nos escondimos otra vez. Dejamos pasar luego un rato, y regresamos para buscar el saco. Ya no estaba. O no fuimos capaces nosotros de encontrarlo, lo mismo da. Lo cierto es que al amanecer nos presentamos en casa sin nada, y que pocas frustraciones valían tanto como aquella para ennegrecer un día que empezaba. 

          Peligros crecidos de la necesidad de buscar comida y en los ardores de tantas noches en vela hubo muchos entonces. Pero el recuerdo de aquel invierno que vence hoy en mi memoria a todos los demás es de otra pasta, mucho más sucia. Antes que un hecho, contiene una insinuación apenas, cierto que la más retorcida. Nace de una escena casi trivial -un puñado de hombres en un cuarto, esperando, mudos, de pie-, tras de la cual queda una noche que yo no viví, una noche muchísimo más oscura que todas aquellas noches sin luna del invierno del hambre.

Ese día habíamos estado Antonio y yo rebuscando aceitunas por la parte de Los Reventones. Entonces en la finca no teníamos olivos, estaba sembrada de cebada y trigo, así que anduvimos batiendo las de alrededor, propiedad de don Gregorio Sánchez. Encontramos a Francisco cavando en nuestra parcela, y le dimos las aceitunas para que se las llevara a casa en el burro. Habría siete u ocho kilos, no más, nada para lo que nos había costado juntarlas. Tomó él camino del pueblo y, a la entrada, en Las Peñuelas, lo paró una pareja de la Guardia Civil: tal y como solían hacer a menudo se habían puesto allí de plantón, y andaban registrando a todo el que pasaba. Vieron las aceitunas, y quisieron saber de dónde habían salido. Francisco lo contó y se las requisaron, claro que no sin antes cargarlo con el mandado de que nos presentáramos esa misma noche Antonio y yo en el cuartel, para rendir cuentas en primera persona ante el cabo. Y lo mismo les recetaron, por lo visto, a todos los que pillaron ese día con algo en la capacha.

Por la tarde, aunque ya de noche cerrada -sería diciembre, tal vez enero-, tiramos los dos hermanos camino del cuartel. Era este entonces una casa del estilo de las demás, algo más grande. A la entrada tenía un zaguán con dos habitaciones a los lados, y un pasillo muy largo en medio que yo nunca llegué a cruzar. En el cuarto de la izquierda estaba el despacho del cabo. Cuando entramos ya había dentro cuatro o cinco vecinos esperando, uno de ellos Gregorio el Ventajillas, el padre de mi amigo Manolo el de Patrocinio; luego, ya con nosotros allí, llegaron dos más. El lugar tendría unos quince o veinte metros cuadrados. Estábamos todos de pie, en un silencio que hacía sonar la respiración de cada uno de los presentes como el aire en las ventiscas. El cabo apareció pasada una media hora, antes vino un guardia civil al que le decían el Loquillo. Se presentó vociferando: “Mirad lo que tiene el cabo aquí para el que no diga la verdad!” y, abriendo una alacena, sacó de dentro un vergajo a estrenar. Lo sacudió en el aire, y aquella cosa zumbó como un animal ansioso por hincar los dientes. Después nos miró a todos, con más detenimiento a los hombres hechos y derechos que a nosotros, apenas dos muchachos, Antonio de dieciséis y yo de trece años, y se detuvo en uno en particular, a quien preguntó: “¿Usted va a decir la verdad?”. El hombre contestó, muy serio: “Sí, yo diré la verdad”. Pasó luego al que había al lado, y volvió a preguntar: “¿Usted va a decir la verdad?”. Volvieron a contestar: “Sí, yo diré la verdad”. Y así uno a uno con todos, salvo nosotros.

Cuando llegó el cabo, lo primero que hizo fue tirar el tricornio sobre la mesa de la estancia contigua; lo vi a través de la puerta, que quedó entreabierta. No sé por qué, esa imagen la tengo grabada a fuego: el tricornio acaba de caer sobre la mesa. Después, se diría que sorprendido de toparse allí a dos muchachos, se dirigió a Antonio y a mí: “¿Vosotros a qué habéis venido?”. Le explicamos lo sucedido por la mañana, y que teníamos permiso de don Gregorio Sánchez para rebuscar aceitunas en sus fincas. “Decidle a vuestro padre que mañana mismo me traiga ese permiso por escrito”, zanjó, y mandó que nos fuéramos. Al día siguiente, mi padre se llegó a Baena y don Gregorio le firmó un documento por el que le daba permiso para rebuscar cuanto quisiera dentro de sus propiedades.

Nosotros salimos esa noche del cuartel tal cual, pero los que se quedaron dentro tuvieron menos suerte. Les dieron palos hasta detrás de las orejas. A Gregorio el Ventajillas lo dejaron en tal estado que no pudo valerse por sí mismo: hubieron de devolverlo a rastras y entre varios a su casa, que estaba a cuatro por encima de la mía. Acaso la paliza se juntó con el hambre y la debilidad que el pobre hombre traía de atrás, lo cierto es que al cabo de unos días murió. 

La vida de una persona pobre valía muy poco en aquellos tiempos; en determinadas circunstancias, nada. Los señoritos apretaban mucho a los civiles para que persiguieran a los muertos de hambre que les vaciaban los cultivos. Y un señorito con tres cortijos no era cualquier cosa. Durante la guerra, en la zona de Baena, muchas de sus denuncias se habían rematado de un tiro, al borde de una cuneta o frente a la tapia del cementerio. En la plaza del Ayuntamiento de Baena, durante los primeros días de la contienda, habían ejecutado a cientos y cientos de personas, miles según la comidilla que corría en voz baja, puestos en fila y boca abajo en el suelo, de un tiro en la nuca. Se decía que habían corrido auténticos ríos de sangre por las calles, yo se lo oí decir muchas veces a la Flora, mi cuñada, la mujer de José Luis, que por aquel entonces estaba de sirvienta en una casa de la misma plaza. Pues bien, casos hubo en que el dedo de un señorito había servido para salvar o para condenar sobre el piso de la plaza, eso bien presente lo tenían los guardias, que no dejaban caer en saco roto ni sus quejas ni sus amenazas. Los hilos que movía un señorito podían ponerle las peras al cuarto al más pintado, sobre todo si se trataba de un triste cabo en una pedanía de mala muerte, acusado de indolente o de blando. Porque ahí no cabía otra, en pueblos como Albendín, cuando alguien con corbata iba a pedirle explicaciones al jefe de cuartel, este sobre todo debía rendir cuentas de las palizas que no daba. A ese mismo cabo que puso a Gregorio el Ventajillas a descansar para siempre se le oyó decir una vez que, antes que ver a sus hijos pasando hambre, estaba dispuesto a limpiarle el forro a quien fuera menester: por lo visto, un señorito lo acababa de acusar de incompetente, antes de poner precio a sus galones. A juzgar por los palos que se daban en el pueblo, más que lentejas por un duro, era, no había duda, un hombre de palabra.

En general, la gente en Albendín les tenía a los guardias civiles un miedo visceral. La inmensa mayoría prefería cruzarse con un toro bravo antes que con uno de ellos, y lo razonaba de un modo que iba a misa: de un toro podías escapar subiéndote a un árbol, pero, si caías en el camino de un guardia, y este te decía “ven acá”, ay, amigo, entonces no te quedaba más remedio que rezar para que la cornada no te atravesara los hígados. La palabra del cabo, sencillamente, era ley. Y esa autoridad se extendía a todo lo que tuviera que ver con el Cuerpo en cualquier esfera de la vida cotidiana, incluso en las más alejadas de los dominios por donde campaban; entre las mujeres, en la fuente, por ejemplo. Las mujeres de los guardias, las civileras, como les decían, jamás guardaban cola: cuando llegaban con sus cántaros, las demás se apartaban para que pudieran ellas ponerse delante de quien estuviera la primera en medio del silencio de todas, porque nadie chistaba. Era la mujer de un guardia civil: a través de su sombra, respiraba la de su marido.

        Total, que entre la miseria y la Guardia Civil, que llevaba hasta el final la labor en que aquella se quedaba a medias, el pueblo se debatió ese invierno en un constante sinvivir del que, de vez en cuando, como de un grifo mal cerrado, goteaba un muerto. Además de Gregorio el Ventajillas, en la calle Sol murió aquel año otra persona, esta vez solo de hambre, yo la vi consumirse lentamente, día a día. Era un hombre de unos cincuenta años, el único en toda la calle, lo recuerdo como si lo tuviera enfrente, que gastaba sombrero cordobés, un tipo alto, muy alto, y también muy raro, se llamaba Antonio. Vivía justo en la casa que había por encima de la nuestra, pared con pared. Había sido hijo único, y llevaba una vida muy solitaria, apenas si tenía relación con nadie, en eso había salido a su madre, Remordica, que, hasta que murió, unos años antes que él, estuvo siempre metida en casa, yo creo que no la llegué a ver nunca. Tenían las ventanas cerradas a todas horas, la fachada muy sucia, y la puerta trancada bajo llave, algo muy raro en un pueblo como el nuestro, en el que las casas quedaban siempre abiertas, incluso de noche. Precisamente ahí, en el quicio de su puerta, fue donde ese hombre murió. Un día, María la de la Paz, una vecina, entró en nuestra casa para preguntarnos si sabíamos qué le pasaba a Antonio. “Le asoman los pies por la puerta, pero no se mueve”. Nos acercamos a ver. Estaba sentado en el suelo, a medio recostar, la espalda apoyada en la pared, todo huesos, los ojos abiertos, rígido.

Otro que murió de hambre y conocía yo bien fue el padre de Rafalillo, un muchacho de la quinta de mi hermano Francisco al que le decían “Parió mi gato”. No era joven, tendría ya sus sesenta años por lo menos. Era de los más pobres del pueblo, su único bien consistía en una casita muy pequeña; no tenía más, ni huertas ni tierras que labrar. Aumentaba su desgracia el hecho de que su hijo, “Parió mi gato”, fuera mutilado de guerra, el pobre tenía pegado un tiro en el cuello. En el caso de otros, eso habría sido poco menos que una garantía de supervivencia, pero él había estado con los rojos, así que no cobraba pensión alguna. En su último día de vida se llegó a contar entonces que este pobre hombre pidió un pedazo de pan, y que un vecino, movido por la compasión, se lo acercó a la cama. Así murió, con el mendrugo en la mano, sin llegar a morderlo.

También murió de hambre el padre de la chica que luego acabaría casándose con mi compadre el Culón. Pero yo a ese hombre apenas si llegué a conocerlo.

Era como fantasmagórico el espectáculo de la agonía por hambre, acaso porque mataba esta con cuchillo de palo, muy lentamente, estampando su firma sobre la carne devastada con detalle escalofriante. A los moribundos se les ponía la cara de cartón, las mejillas atravesadas de una especie de escurriduras que tiraban de las patillas hasta dejarlas cosidas a las esquinas de la boca. Aunque algunos, a fuerza de muchos cuidados, sobrevivieron a esa demacración, en la mayor parte de los casos, cuando aparecía, valía por un aviso de la fatalidad: había llegado la hora de prepararse para lo peor. Entonces a las cosas se les ponían nombres sencillos: lo llamaban “la señal de la muerte”.

         Con todo lo que he contado de ese invierno del 46, aún creo que me quedo corto. Hambre, miseria, palos, piojos... Piojos a punta de pala, tengo la impresión de que hablé de los piojos menos de lo debido. Pero, sobre todo, aquí y allá, gente en las últimas. De mil maneras distintas. Gente arrancándole la basura a los rincones, comiendo despojos acreditados como heces, convirtiendo en comida las cáscaras, las peladuras, los hierbajos. Gente cayéndose de agotamiento por la calle. Hombres como castillos peleándose con sus hijos por un pedazo de pan, por una lechuga. Sí, por una lechuga. Yo lo vi, en Albendín, en mi pueblo. Vi cosas como esas, calamidades que solo crecen a las puertas del infierno.



viernes, 25 de marzo de 2022

Albendín

Poneos en situación. 

A un lado, un pequeño pueblo de jornaleros de la provincia de Córdoba en el límite con la de Jaén, a principios de la década de los 40 del siglo pasado. La guerra recién ha terminado, y la vida, en ese momento y en ese lugar, es, sobra decirlo, un plato que se sirve muy frío.

Al otro, un viejo en los últimos años de su vida que vuelve la vista atrás para recordar al niño que fue entonces y describe, mirándolo a través de sus ojos, el espectáculo a la vez tierno y terrible del mundo que se abre y se cierra a su alrededor. 

Y, en medio, por descontado, el abismo que separa lo que hubo de lo que hay... 
Pero también la voracidad insaciable de la raíz, su fidelidad rabiosa, su maldición: el flujo de la sangre  -o el veneno- que une -que unirá siempre, por más que nos lavemos- lo que fuimos a lo que somos.




        De vuelta en Albendín, con seis años, el pueblo me pareció una cosa enorme. Acostumbrado a las cuatro casas peladas de La Mimbre, el mero hecho de que las que allí había formaran calles se me antojaba un fenómeno. Porque en Albendín, efectivamente, había calles para dar y tomar; por lo menos diez o doce, no exagero. Quizás más. Estaba la calle Sol, donde se alzaba nuestra casa, la casa donde yo había nacido. Estaba la calle Baena, que discurría en paralelo, justo por encima. Y podíamos ir de una a otra tomando por el Callejón, que las unía por la parte de arriba, o por la calle Nueva, que las juntaba por el otro extremo. Venía, a continuación de esta última, la calle del Río, y el barrio de Los Colorines, este ya con muy pocas casas. Por esa parte era lo último. Detrás solo se alzaba una vivienda, la que conocíamos como “casilla de Pitilillo”, separada unos trescientos metros de las de Los Colorines, pero tan a trasmano del pueblo que solo dándole esa patente de balde podía considerarse parte suya.

En la calle del Río, que llegaba de la calle Nueva hasta la carretera, tenía yo una tía, mi tía Paca, hermana de mi madre; y muy cerca de ella, en la calle Canteros, un tío, mi tío Juan, que fue el padrino en mi bautizo, aunque lo fuera solo sobre el papel: a la hora de la verdad no acudió a la ceremonia, prefirió quedarse con su yunta de mulos arando una finca que tenía en Valdejosinas. Un domingo antes había asistido a otro bautizo, el de un sobrino mío, y no podía permitirse el lujo de faltar dos días tan de seguido a la faena. Debíamos habernos bautizado juntos mi sobrino y yo, pero no sé qué paso que hubo de partirse la ceremonia en dos fechas. Acaso alguien reparó en la diferencia de edad, y no quisieron mezclar las churras con las merinas. Mi sobrino no llegaba al año. Yo había cumplido nueve. Estaba ya en edad de hacer la Primera Comunión, que iban a darme ese mismo año, y, cuando descubrieron que, como tantos otros niños nacidos durante la República, no estaba bautizado, hubieron de pasarme por la pila a la carrera. Tan a la carrera que esa mañana, al ir a echarme el agua, recuerdo que el cura se aturulló y me la tiró sobre la ropa, que quedó empapada de arriba abajo. Para rematarlo, me metió luego un puñado de sal en la boca, tampoco eso lo he olvidado. Acabada la misa, desesperado, eché a correr camino de casa, calle Baena arriba, pero ni siquiera así logré desembarazarme ese día de mi mal fario: hube de hacer una parte del camino azuzado por los gritos de una chica de mi edad, que no paraba de burlarse de mí repitiendo como cosa aprendida en viernes eso de: “¡Reñosín, reñosín, reñosín!...”. Yo había vivido aquella jornada abochornadísimo: “Chiquitín”, referido a mí -ya dije que tenía nueve años- era una licencia demasiado audaz.

Reñosín” le decían entonces al padrino en los bautizos para que repartiera dinero entre la chiquillería, tal y como mandaba la costumbre. Si era alguien de posibles, igual cambiaba diez duros en perras chicas, se las metía en el bolsillo, y las iba tirando luego a poquitos aquí y allá como si fueran polvos mágicos, al tiempo que hacía la comitiva familiar el camino de vuelta desde la iglesia hasta casa. Los chavales desfilábamos detrás, echándonos los unos encima de los otros como cochinillos sobre la teta por rebañar una moneda, y, cuando tardaban en largar el puñado, gritábamos: “¡Reñosín, reñosín, reñosín, que se muera el chiquitín!”, para que se estiraran ya. Llegabas a juntar tres o cuatro gordas, siempre dependiendo de la categoría del padrino. El mío, claro está, todo eso se lo ahorró.

La que sí asistió al bautizo fue su mujer, o sea, la mujer con la que mi tío Juan´vivía arrejuntado. Él, en realidad, era viudo. Tenía tres hijos de la legítima, José, Manolillo y Francisco, solo que no vivía con ellos. Al morir la madre, se los dio a un pariente de esta, vecino de El Esparragal, un pueblo cercano. De los tres, es el recuerdo de Manolillo el que más vivamente me viene a la memoria, no por nada sino porque no tuvo el pobre casi ni ocasión de hacerse hombre. Se ahorcó con veintipico años. Era un tipo muy extraño: aun hoy apenas si tengo que inventar nada para sentir los hígados de su rareza criando en alguna parte de su alma el deseo de matarse como crían otros su propensión a coger catarros o a ponerse gordos. Era también alguien dificilísimo como compañía. Tenía en su modo de tratar con la gente un no sé qué de invernizo que lo hacía pasar por desabrido incluso ante quienes más familiarizados estaban con su condición. Llamaba mucho la atención, por ejemplo, lo poco que hablaba. Cuando iba a visitarnos a casa era como un espíritu: gastaba no más de palabra y media en saludar a mi madre, su tía Pilar, se sentaba en una silla y, ya está, ahí se las podían dar todas, que él ni se movía ni abría la boca, así pasaran como mulas cansadas las horas una detrás de otra. Contestaba si se le preguntaba, sí, pero, más allá de los monosílabos con que despachaba las incitaciones de mi madre, que se ponía muy nerviosa de verlo tan callado, no seguía conversación alguna. Junto con el silencio, le gustaba también la soledad. Algunas veces salía con Francisco o con Domingo, mis hermanos, que rondaban su edad, pero más habitual era que no se juntara con nadie.

Cuando se ahorcó, yo lo vi. Fue una mañana. La noticia corrió como el fuego en los incendios, y al momento estaba yo en su casa, viendo qué pasaba. Manolillo colgaba de una soga, y la soga de una viga al pie de su cama. Se había tirado desde lo alto del colchón, haciendo los cálculos que la faena de matarse precisa a ojo de buen cubero: la puntita de los pies casi tocaba el suelo. Tenía la boca completamente abierta, y la cara negra. En cuanto salí de su cuarto eché a correr hacia casa y se lo conté a mi madre, que se enteró por mí de la desgracia.

        La calle que traíamos, la calle del Río, tenía su nombre muy bien ganado, y no solo porque, efectivamente, condujera hasta él. Se lo merecía también porque solía discurrir por su centro otro río, el del alpechín que producía el molino de la calle Nueva. Iba este a parar a una alcantarilla que había pasadas las últimas casas, ya en la carretera de Luque. Allí se remansaba y formaba una especie de balsa en torno a la que, en cierta época del año, no era raro ver apiñados a los vecinos, armados de paciencia y de lebrillo, recogiendo el suspiro de aceite que flotaba sobre los desperdicios. Todo eso iba luego a desembocar al río, al Guadajoz, que en invierno venía negro de tanto alpechín como recogía de los pueblos por donde pasa.

Al otro lado de la carretera había una hilera de casas a la que le decían el barrio del Tren. En Albendín no había trenes entonces ni los hubo nunca, pero en Luque, que era el pueblo al que conducía la carretera, sí, cruzaba por allí el tren de vía estrecha que llevaba de Bobadilla a Espeluy, pasando por Jaén, así que es probable que el nombre le viniera de ahí. Enfrente se extendían las huertas, y un chamizo al que le decíamos “el corralón de Payá”, el único edificio construido en medio de ellas. Payá -Pepe Payá se llamaba-, además de regentar el estanco del pueblo, se dedicaba al comercio del paloduz. Con doce y trece años, yo, como tanta otra gente, me gané más de un jornal recogiéndolo de los sotos del río. Era en ese corralón donde luego lo vendía y quedaba almacenado hasta que llegaban al pueblo los camiones que corrían con el trabajo de llevarlo a Alicante, donde decían que había una fábrica que lo sustanciaba en medicina.

Por aquella época, un niño de doce o trece años comía pan con corteza a diario y para casi todo, particularmente si de trabajar se trataba. Era normal, en consecuencia, ver a muchachos de esa edad ganándose el jornal, cierto que no tanto en las faenas del campo como en labores de pastoreo. Y tampoco resultaba raro encontrárselos más jóvenes, con siete y hasta con seis años. Las criaturas que se encargaban de guardar la cueva del almiar en los cortijos, por ejemplo, solían tener esa edad.

Depósitos de paja al aire libre: eso eran los almiares. Estaban rematados en forma de cresta, para que la lluvia resbalara sobre ellos como sobre un tejado, e iban forrados con el rastrojo de la misma paja, que impedía que el agua los calara. Cada vez que se precisaba, se iba cogiendo la paja de las tripas del montón, con cuidado de no desbaratar su hechura de casa, a veces de teta, y de modo que la capa de fuera, la que lo protegía del agua, siguiera intacta. Se iba horadando así dentro de él algo como una cueva en la que más temprano que tarde acababan entrando las gallinas, siempre prontas a escarbar en busca de los granos de trigo o de cebada diseminados entre la paja. Para evitarlo, solían poner allí de plantón a un niño de los más pobres del pueblo, que vigilaba el hoyo a cambio de la comida. Solo le daban eso; lo suficiente para muchas familias en las que apartar una boca de la mesa ya era un modo de prosperar.

        Por aquella parte del pueblo, aunque a este lado de la carretera, empezaba, o, por mejor decir, terminaba la calle Luque, la principal de Albendín, y -junto con el primer tramo de la calle Baena-, la única “emportá”, le decíamos nosotros, esto es, pavimentada con algo mejor que cantos rodados. Allí estaba la posada, y, en la acera de enfrente, solo que un poco más hacia el centro del pueblo, la casa de Domingo el Calé, que era primo hermano de mi padre y tenía dos hijos, Pepito y Domingo, este último un hombre con fama merecida de ser muy largo segando, que en un pueblo como Albendín era una de las mejores famas que podían criarse, yo trabajé a su lado más de una vez y puedo certificarla. Unas casas más allá vivía la familia de Emiliano, con la que también nos tocábamos algo. La mujer de Emiliano era prima hermana de mi padre. Tenían dos hijos y una hija. La chica estaba casada con un hijo de Juanillo el del Villar. Lo digo porque este último, Juan el del Villar, era muy amigo de mi padre, con quien labraba a medias una huerta, aunque él sobre todo se dedicaba al trato, iba de feria en feria, negociando con toda clase de animales de trabajo, mulos, burros y caballos. Así se ganaba la vida, y le iba muy bien. Tenía tierras, e incluso pudo comprar un cortijillo que sería luego el lugar donde aprendí yo a segar tomando lección de mis hermanos Francisco y José Luis. Estaba casado con una mujer muy bajita -que lo hacía parecer a él, un hombre altísimo, aún más desmesurado-, pero muy guapa -iba siempre muy bien arreglada-, además de muy buena: recuerdo que de pequeño, cuando me dejaba caer por su casa para llevarle las verduras de la huerta, solía darme tremendas propinas, dos reales, a veces una peseta, que entonces era estirarse una barbaridad. Hijos tenía tres, dos varones, Juanito y Pepito, y una hembra, Merceditas, como su madre. Aquí solo voy a contar algo del mayor, Pepito. Era este un muchacho de la edad de mi hermano José Luis poco más o menos, que desde muy pequeño llevó metida entre ceja y ceja la ambición de ser piloto. Piloto de los que pilotan aviones, me refiero. Por esa razón se fue a Sevilla, a hacer la mili en Aviación, de voluntario. No sé exactamente a qué llegó dentro del ejército, pero el caso es que un día, hacia el año 48 ó 49, se presentó en el pueblo subido a una avioneta con la que, después de pintar en el cielo un par de tirabuzones que sacaron a todo el mundo de su casa, tomó tierra en mitad del campo. El aparato se averió al ejecutar la maniobra -por lo visto se le rompió una rueda-, pero él salió bien parado. Como es natural, el suceso llenó de asombro a los vecinos. En Albendín nadie había visto nunca un avión de cerca, y solo unos pocos -los que habían vivido los bombardeos de las pavas, durante la guerra- sabían cómo era de lejos, colgado del cielo. Así que, instigado por el afán de curiosear en la hazaña, poco menos que el pueblo entero se alzó en romería, cruzó el río, y enfiló hacia los llanos del cortijo de La Silera, el paraje que la temeridad de Pepito había convertido en pista de aterrizaje. Cuando llegaron, la emoción de estar junto al aparato no impidió que unos y otros lo estudiaran a conciencia. Los más tímidos lo examinaron respetándole la frontera de los últimos cuatro o cinco metros, los que el bicho llenaba con su sombra amenazante; pero los menos aprensivos acabaron metiéndose debajo de sus alas, resueltos a indagarles el chiste y, dentro de él, la maravilla de que una cosa así, tan grande, tan pesada, tan hecha de hierro, pudiera flotar en el aire, y acercaban la mano para tocar cada detalle del fuselaje con el mismo gesto de adoración que usaban las mujeres, en la iglesia, ante los pies de Cristo, cualquiera diría que por ganarse también ellos la bendición de aquel otro dios, el de la ciencia y el progreso que nunca llegaban al pueblo.

Fue solo el principio: lo mejor -lo peor, en realidad- aún estaba por venir. Y es que, justo entonces, mientras el personal merodeaba en torno a la avioneta, arrancó a llover. Y de qué modo. Durante una hora más o menos cayó una tormenta como hacía años que no se veía, un diluvio que acabó llevando el sentimiento de pasmo, y la certidumbre de que sería aquella una jornada histórica, hasta bastante más allá de donde la audacia de Pepito los había colocado.

Por esas fechas no tenía Albendín puente sobre el Guadajoz. Los dos que había habido siempre -uno al lado del pueblo, y otro, el que le decían “de piedra”, a tres kilómetros río abajo- se los había llevado una riada tiempo atrás. Desde entonces, solo cabía un modo de cruzar el río: vadeándolo por un paraje donde discurría a poca profundidad, conocido como “La Seguirilla”. Por allí lo había traspuesto el gentío unas horas antes; por allí intentó volver a casa, en balde, unas horas después.

Mientras duró la tormenta, que además de agua descargó un aparato formidable de rayos y relámpagos, solo unos pocos se decidieron a enfrentar el chaparrón y tomar el camino de regreso al pueblo. Los más buscaron refugio en el cortijo de La Silera, que quedaba al lado, y solo después de que escampara, ya de noche cerrada, emprendieron la vuelta a casa. Demasiado tarde: el río venía tan crecido a causa de la tormenta que resultaba imposible cruzarlo. Hubieron de volver todos al cortijo y pasar la noche allí. Eran más de cincuenta personas, tal vez cien; muchas, en cualquier caso. En La Silera no había camas, ni sitio donde alojar decentemente a tantísimo personal, así que hubieron de repartirse de mala manera, aprovechando cada rincón que encontraron bajo techo. Unos -los más afortunados- se hicieron sitio en los pajares o las cámaras; otros fueron a las cuadras, con los mulos; y, entre los menos espabilados, más de uno terminó en las zahúrdas, con los cochinos. Pero finalmente todos, una vez instalados, corrieron la misma suerte. El cortijo de La Silera, además de ser muy chico, estaba ya entonces medio en ruinas, y las ruinas habitadas por bastante más que mulos y cochinos... Al día siguiente, en fin, quien más y quien menos amaneció con el cuerpo comido de ronchas, y las piernas y los brazos y la cara hinchados como zepelines por las picaduras de las chinches, que, por lo visto, se criaban allí más gordas que conejos. Y todo era lamentarse de la ocurrencia que los había empujado la víspera a mirar de cerca el avión de Pepito el de Juan el del Villar.

        Al lado de la casa de Emiliano estaba el salón de Victoriano, la pista donde se hacían los bailes de fin de semana, el teatro donde se ponían las comedias que llegaban al pueblo y el comedor en que se daban los convites de boda cada vez que se celebraba una, cosa que entonces, siendo yo chico, sucedía muy de tanto en tanto: una boda no dejaba de ser un lujo que más de uno y más de dos no podían permitirse. Quiero decir que en esa época muchos novios, a falta de cuartos con que sufragar las celebraciones, en lugar de casarse con su enamorada, la “robaban”, así se decía entonces. Esto es, se la llevaban a casa de un pariente cercano -un tío o un primo valían-, donde hacían vida de casados durante un rato, con unos días bastaba. Pasado ese tiempo, volvía la pareja donde los padres de ella ya como marido y mujer, que es lo que pasaban a ser a todos los efectos de la vida diaria desde ese momento. La familia de la novia podía tomárselo a buenas o a malas pero, de cualquier modo, a partir de ahí no le quedaba ya otra que tragar. En el peor de los casos, había padres que, despechados, llegaban incluso a echar a sus hijas de casa. Pero solía ser esa una reacción en caliente, animada por la sorpresa y el disgusto, tan episódica como el arrebato en que prendía. Por lo general, el paso del tiempo tardaba en curar luego muy poco -lo que el trance en asentarse como un hecho consumado en la conciencia de todos- esa clase de rencores, y solo los más intransigentes -ejemplos se daban de quienes habían estado hasta siete y ocho años sin cruzar palabra con sus hijas- perseveraban en sus rencillas. También valía el paso del tiempo para que todos, antes o después, de acuerdo con lo bien o mal que a cada cual le fueran las cosas, terminaran desfilando por la vicaría, porque, en último término, a todo el mundo le gustaban las cosas como dios manda. Pero la boda, en tales circunstancias, tanto tiempo después y en muchos casos con hijos de por medio, ya solo era un trámite.

     Pasado lo de Victoriano, un par de casas más allá, venía la de Esteban. Esteban tenía el único coche que había en el pueblo después de la guerra. Lo usaba como taxi, para llevar gente a Baena, creo que lo llegué a coger una vez, aunque no recuerdo ya por qué. Era un artefacto negro, grande, con unos guardabarros enormes, una noticia en sí mismo. Pero que nadie se equivoque: en realidad, cualquier coche lo fue en Albendín hasta bien entrados los años setenta, tan poquitos había. Hasta entonces, el medio de locomoción por antonomasia eran los animales. De ello daba testimonio el enorme cargamento de mierda de todas clases -en forma de duro mojón o de plasta blanda, según hubieran comido las bestias paja o hierba- sobre la que había que ir saltando por las calles a ciertas horas del día.

En las cuadras más que nada lo que había eran burros y mulos. Los caballos quedaban para la gente pudiente; para los “jarruqueros”. Se les decía así a quienes poseían más tierras de las que podían atender por sí mismos y por su familia, y se veían por tanto obligados a contratar jornaleros en ciertas épocas del año, esto es, en temporada de escarda, de siega y de oliva. Puesto que en Albendín no había señoritos -vivían todos en Baena-, ellos ocupaban allí la parte alta del escalafón social. Por debajo suyo, en una posición intermedia, estaban los “rabiantines” que les decíamos, o sea, quienes tenían alguna parcela de tierra con la que ir tirando malamente, y rabiaban porque querían y no podían ser como los otros, supongo que de ahí les venía el nombre. Detrás de ellos quedaban los jornaleros, la inmensa mayoría al tiempo que los últimos en casi todos los sentidos. Además de los cuatro muros de su casa, sus propiedades eran el amocafre para la escarda, el azadón para la huerta o los olivos, la hoz para la siega, la capacha para la comida, y los piojos para todo.

Porque, eso sí, de piojos andábamos unos y otros bien surtidos. No existía aún en el universo de la aritmética el número que alcanzara a contarlos, ni en el de la ciencia la fórmula capaz de ahondar en una variedad que, por no ir más allá, abarcaba todos los colores, o cuando menos los mismos colores que los pelos: tan diestra se mostraba su naturaleza ajustándose a la condición de la cabeza que los llevaba. Si tenías el pelo rojo, los piojos parecían motitas de sangre; si lo tenías moreno, eran negros. Los que vivían repartidos por el resto del cuerpo, esos sí parecían respetar cierta uniformidad: todos eran blancos con una raya en el centro, solo que mucho más gordos que sus vecinos. Y vivían como las personas, en sociedad: colonizaban las costuras de la ropa, todas las costuras sin excepción, por no decir que fundaban en ellas sus ciudades, y su república en cada hijo de vecino.

Aparte de eso, un jornalero no tenía ni dónde caerse muerto.

Los jornales se contrataban en la plaza, frente a la iglesia. Allí se plantaban de madrugada cuantos se ofrecían para trabajar, y por allí pasaban los jarruqueros poco después para escoger según les encartase. Los mejores, los obreros más capaces y fuertes, no tenían que esperar mucho, de ordinario ni siquiera necesitaban llegarse a la plaza: iban a buscarlos directamente a su casa, y, cuando no, enseguida aparecía alguien dispuesto a pagar por ellos más que por otros. Después de apalabrado el salario, se volvía cada cuál a su casa, desayunaba, cogía la capacha con la comida del mediodía, y se iba a la faena. Para el postre se quedaban los más bisoños y torpes, a veces simplemente los más viejos, y, frente a ellos, los propietarios que ofrecían los jornales menos atractivos, por breves o malpagados. A los más desgraciados aún se les veía por allí, aguardando, bien entrada ya la mañana, prontos a aceptar lo que fuera con tal de llevar ese día a casa algo de dinero.

Precisamente al lado de la plaza, vivía en aquellos tiempos de posguerra el alcalde del pueblo, un jarruquero que gustaba de adornarse en público, además de con el cargo, con un finísimo sentido del humor. Él no acudía nunca a contratar jornales en persona. Ese trámite prefería encargárselo por dos perras gordas a algún gastarrecados aficionado a lamer culos. Cuando este último volvía para rendirle cuentas, acostumbraba a recibirlo preguntando: “¿A cómo está hoy el estiércol en la plaza?”. El otro pasaba entonces el informe: a cómo le habían salido los jornales, con quién se había apañado para trabajarlos, quién había pagado más ese día, y a quién, y cuánto.

Lo que duraba luego la jornada de trabajo lo decidía el sol. No había más reloj. Literalmente: nadie los tenía. Relojes de bolsillo, quiero decir. Eran un lujo que muy pocos se podían permitir. Quizás algún manijero tuviera alguno, de esos que se llevaban en el bolsillito del chaleco enganchados a una cadena, pero ya está. La gente se guiaba como podía por la luz del sol, o sea, por la medida de la sombra que arrojaba este sobre los árboles, o sobre tu propia persona si es que no había árboles. La principal referencia, el mediodía, la hora en que se paraba a comer, se anunciaba con señales elocuentes: lo era cuando al caminar te pisabas la cabeza, ahí no cabían dudas. Si daba la casualidad de que andabas trabajando en las inmediaciones del pueblo, a uno, dos, quizás tres kilómetros, entonces el tañido de las campanas venía en tu ayuda y todo era algo más sencillo. En tal caso, no bien sonaban las doce en el reloj de la iglesia, dejaba el personal la faena, abría la capacha y daba cuenta de lo que hubiese dentro, siempre con cuidado de dejar un resto para la tarde, por tener algo que echarle a “la ciega” cuando se presentara. El tiempo de la comida -de la merienda, como se decía entonces- no era para todas las labores y todas las temporadas el mismo: aumentaba en la misma medida en que crecía el día. En época de aceituna, por ejemplo, apenas si se echaba media hora almorzando. En la escarda la merienda duraba más, una hora más o menos, que, en verano, durante la siega, se convertían en dos.

Bastante más difícil resultaba decidir luego la hora en la que estabas, y si eran las seis o las siete, o las siete o las ocho, por ejemplo. Claro que eso a nadie le importaba demasiado, y de cara a la faena tampoco tenía mayor interés: sencillamente, la jornada de trabajo terminaba cuando declinaba el sol.

Además de a mediodía, el reloj de la iglesia tocaba otras tres veces cada jornada. Por la mañana daba las nueve -en tres tiempos, tintintín-tintintín-tintintín, algo así- con una campana de sonido muy fino: para esa hora, en verano, ya estaban las gentes hartas de trabajar. Las doce las daba con una campana bastante más ronca -ton, ton, ton...- que se oía a más de tres kilómetros de distancia. Tocaban después a vísperas, a las tres de la tarde, solo que en lugar de darlas con tres campanadas se anunciaban con un repique de la campana más fina, la de las nueve de la mañana. Servía este toque para levantar al personal de la siesta, y para poner sobre aviso a las mujeres, que sobre esa hora comenzaban a apañar el puchero de la cena.

Era esta la comida más fuerte del día, y consistía casi siempre en un cocido. Entonces las cocinas eran de leña, y se reducían a una sencilla hornilla de barro, en forma de media luna. Si la leña era de olivo -la más poderosa, la que más duraba- el fuego solía rabiar, alegre y fácil; pero si era de otra madera, había que andar atizándolo a cada rato para sacarle el brío con que llevar el guiso hasta el final. Existía también otra clase de cocina, de hierro, montada sobre una especie de trípode, las estrébedes le decíamos. Pero tanto en estas como en las de barro, a la olla del cocido las cuatro o cinco horas no se las quitaba nadie. De ahí que se pusieran las mujeres con la cena tan temprano.

Una vez terminado el guiso, cuando los hombres volvían del campo, se volcaba en una fuente grande, de barro, que se colocaba en medio de la mesa, cogía cada cual su cuchara y, uno detrás de otro, iban todos los presentes metiendo baza, por orden y guardando la vez. Y del mismo modo se procedía en el campo, durante el verano, solo que eran entonces trozos vaciados de pepino y hojas de cebolla metidos al oficio de cucharas los encargados de lidiar con la cazuela de gazpacho.

El último toque de campana sonaba al ponerse el sol. Se le llamaba “la oración”, y lo daba la campana que había dado antes las doce, la más grave. Los labriegos dejaban en ese momento de trabajar; los cabreros, los porqueros, los muleros recogían sus rebaños; y todos se volvían para el pueblo. Se encendían entonces las pocas luces que había repartidas por sus calles -las que arrojaban diez o doce faroles, no había más-, y los candiles o los carburos de cada casa, raramente las bombillas, pues recién terminada la guerra, en lugares como Albendín, la luz eléctrica aún era una leyenda. Al pueblo, después, ya solo le quedaba morirse hasta el día siguiente.

      A continuación de la casa de Esteban, el taxista, venía la de uno al que le decíamos Pecatilla, dueño de la zapatería del pueblo. Y, después, el salón de Eladio, que lindaba con la iglesia, el corazón de Albendín. De allí nacían, además de la calle que traíamos -la calle Luque-, en un sentido, la Callejuela -hoy calle Castro-, y, en otro, perpendicular al anterior, la calle Baena, la más larga del pueblo, que subía cruzando la pedriza de Porretillas y llegaba hasta la casa a la que le decían “del chino”. Eso tomando hacia un lado. Tomando hacia el otro, estaba la calle Serrillo -hoy calle Jaén-, y una parte conocida como “El llano”, donde se alzaba el cuartel de la Guardia Civil. Más allá, solo quedaba el río Guadajoz circundando el pueblo, trazando a su alrededor ese como arco de herradura que puede verse en los mapas.

Como ya dije, antes, a uno y otro lado de sus orillas, todo eran huertas y más huertas. Río abajo, empalmaban unas con otras forrando el cauce de una especie de funda reticular que llegaba hasta Castro del Río. Río arriba, se extendían siete u ocho kilómetros, hasta tocar lo que entonces era la junta de los ríos y es en la actualidad el pantano de Vadomojón. Nada de eso queda ya: hoy todo son olivos.

Por aquella época, el cauce del río estaba lleno de norias que surtían los regadíos. Se trataba de unos ingenios enormes, que en algunas partes podían verse a varios kilómetros de distancia. Aunque hechas de madera, el sol las hacía brillar a lo lejos como si fueran de charol. Su presencia se hacía notar especialmente en verano, por la noche, cuando el pueblo quedaba en silencio, y el calor empujaba a sus vecinos a dormir con todas las ventanas abiertas o, mejor aún, sobre un camastro improvisado a la puerta de casa.

Podías sentir entonces, ya acostado, su chirrido cansino, interminable, de animal apaleado, enterrándose en tu oído como una canción de cuna, a la vez que descargando en tu conciencia su ilusión: la de una pesadumbre extrañamente lánguida e hipnótica, cojita de las dos patas, como la rutina sin historia de la vida en el pueblo...

Y enseguida te quedabas frito.